[artículo] in Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani > Nº 30 (Año 2008) Título : | Vínculos mestizos : Historias de amor y parentesco en la campaña de Buenos Aires en el siglo XIX | Tipo de documento: | texto impreso | Autores: | María Bjerg, Autor | Fecha de publicación: | 2013 | Idioma : | Español (spa) | Nota de contenido: | Una rica literatura sobre las uniones de mujeres aborígenes con hombres europeos ha dado cuenta de las formas de mestizaje biológico y cultural que tuvieron lugar a lo largo de los siglos XVIII y XIX en las sociedades de frontera de América del Norte. El grueso de los trabajos ha centrado su atención en las compañías francesas e inglesas dedicadas al comercio de pieles en la zona de los Grandes Lagos y en el oeste y noroeste del actual territorio de Canadá.(1) Las experiencias de las mujeres indias en un mundo eminentemente masculino, la actitud de sus familias de origen, sus hijos mestizos y la relación con sus maridos y con el ambiente de las compañías peleteras han sido temas centrales de los estudios sobre estos matrimonios interétnicos en los que, lejos del estereotipo de una mujer dominada y victimizada, se ha destacado la imagen de un sujeto histórico activo que con frecuencia utilizaba su lugar entre medio de dos culturas (o de dos grupos de hombres con culturas diferentes) para mejorar su posición social. Se trataba, claro está, de mujeres cuyos roles primordiales se definían en su relación con los hombres: esposas, madres, hijas y trabajadoras. Empero, desde esos dominios la mediación de las mujeres indias incidió en el desenvolvimiento de la sociedad de frontera de la época, ya que al actuar como pasadoras culturales contribuyeron a la expansión y consolidación de las actividades económicas de los hombres y a la cohesión social de aquel mundo de europeos e indios. El casamiento con las indias no sólo era deseable por la razón más obvia, la ausencia de mujeres blancas, sino porque respondía a las demandas de la actividad económica de la región. Las alianzas matrimoniales cimentaban los vínculos sociales entre indios y comerciantes europeos influyendo de manera beneficiosa en el intercambio entre ambos grupos.
Varios de los estudios norteamericanos que han dedicado sus esfuerzos a comprender las relaciones interétnicas en el comercio de pieles han abrevado en fuentes abundantes y densas (2) que permiten observar en la larga duración los cambios en la sociedad y en el tipo de uniones y vínculos entre hombres y mujeres a través de las generaciones.(3) En el mundo pampeano todavía es escaso el interés por el estudio de las indias y su relación con el mestizaje biológico y cultural. Hace ya algunos años, un excelente trabajo de Miguel Ángel Palermo daba cuenta del papel económico de las mujeres pero se circunscribía a la sociedad indígena pampeano-patagónica.(4) Una lectura aguda de las fuentes le permitió al autor develar la relación de las mujeres con la propiedad del ganado lanar, su gravitación en la producción de textiles y su intensa participación en el mercado en el amplio arco temporal de fines del siglo XVI a mediados del XIX, un tiempo de cambios económicos y sociales en el mundo indígena del sur del actual territorio argentino. Aunque el trabajo no abordaba la vida de las indias más allá de la imaginaria línea que las separaba de la sociedad hispano-criolla, ofrecía información crucial sobre sus habilidades y su papel en nervios sensibles del sistema productivo de la sociedad de frontera en su conjunto. Pensemos, por ejemplo, en la importancia económica y ritual de los textiles, de cuya producción se encargaban casi exclusivamente las mujeres. Los ponchos, las mantas y matras, las fajas, las vinchas, eran piezas tan importantes como el ganado en las transacciones comerciales. Del telar de las indias salían las prendas que vestían los moradores del mundo indígena pero también del hispano-criollo de la campaña de Buenos Aires, en donde transcurrió una parte de la vida de muchas de estas mujeres cuando los toldos de sus grupos se apostaban en las estancias o en las cercanías de los fuertes, o cuando ellas mismas se amancebaron con cristianos.
En este trabajo nos aproximaremos a los vínculos que gestaron un universo de mestizaje biológico y cultural. A diferencia de lo que ocurrió en la frontera del norte de América, en la pampa los testimonios sobre las mujeres indias son escasos y opacos. A partir de nuestras fuentes es difícil seguir en la larga duración las trayectorias de sus uniones con españoles y criollos, o indagar los cambios en las relaciones entre hombres y mujeres en el tránsito entre generaciones (verbigracia: de las madres indias a sus hijas mestizas). Nuestro propósito es iniciar una exploración del mestizaje observado, por un lado, desde las mujeres indias y sus relaciones sexuales y amorosas con hombres hispano-criollos y por otro, desde la indagación del parentesco simbólico como práctica social. Advirtamos desde ya que en este punto las mujeres se desdibujan puesto que, en general, en el compadrazgo, las figuras masculinas son las que parecen primar. Si bien es cierto que en la mayoría de los bautismos que analizamos, los cristianados tenían madrina y padrino, cuando ese ritual era evocado en el tiempo y la relación de parentesco llevada a la práctica, el vínculo parece tener lugar sólo entre hombres. Sin embargo, más allá de la ausencia o de la presencia tenue de las mujeres como parientes rituales, creemos que este abordaje de la familia y el parentesco puede iluminar desde un ángulo diferente las relaciones entre infieles y cristianos, que hasta ahora han sido analizadas a través del comercio, los tratados y la violencia expresada en malones o en intervención de fuerza militar hispano-criolla en territorio indio.
Sostener que la etnicidad influyó en la construcción de identidades en el mundo de la frontera, sea en el norte o en el sur del continente americano, es una aseveración que hoy día pocos estudiosos discutirían. Sin embargo, en paralelo a la dimensión étnica, el parentesco –una faceta todavía poco explorada– parece haber gravitado con similar fuerza en la construcción de nociones de pertenencia entre los pobladores del mundo de la frontera. En ese universo social volátil y de bordes imprecisos, las uniones sexuales ocasionales, los “matrimonios” de indias y cristianos y las redes mestizas de parientes y compadres influyeron en su compleja configuración. El comercio, el cautiverio, los desertores que se escapaban a vivir como renegados en los toldos, los indios amigos, las reducciones, los grupos aborígenes que se instalaban en las estancias criollas o en las cercanías de guardias y fortines, todos contribuyeron a su manera a integrar aquel mundo que fue escenario de diversidad social, racial y étnica. En él, las mujeres nativas que tenían su parentela en territorio indio pero que unidas con hombres “blancos” moraban en el mundo de los cristianos junto a sus hijos mestizos, deben haber fungido como puentes que unían lógicas culturales diferentes a partir de las cuales se forjaban identidades sociales y sistemas simbólicos.
Aunque cuando nos ocupemos de las mujeres, las indias (o chinas, como más regularmente aparecen referidas en las fuentes) estarán en el centro de nuestro interés; no podemos dejar de notar que las cautivas, mujeres “blancas” en tierras de infieles, también dieron forma a una lógica mestiza que aún permanece poco indagada. Empero, ellas no estarán en el centro de nuestra mirada –si bien las aludiremos–. Las chinas en tierras criollas, mujeres de identidad borrosa en los documentos pero con un papel social crucial en la dinámica de la campaña, circulaban con fluidez a uno y otro lado del lábil deslinde que las fuentes oficiales y militares llamaban frontera, se amancebaban con cristianos, bautizaban a sus hijos y aunque moraban en la campaña de Buenos Aires mantenían un lugar en sus parentelas de origen. Conocedoras de los códigos de dos mundos, esas mujeres –y a través de ellas sus hijos– contribuyeron a la configuración de entramados de redes que desafiaban a la proximidad geográfica como la principal condición para la interacción entre los parientes. Abordado desde estas redes, el parentesco –de sangre o simbólico– se revela como un complejo de unidades móviles que se proyecta en espacios distantes y se activa de manera selectiva.(5)
Un primer conjunto de fuentes con el que intentamos seguir el rastro de esas indias y de sus parientes son los registros bautismales de tres parroquias en diferentes puntos y momentos de la frontera: Azul, Tandil y Bahía Blanca.(6) Se trata de documentos que tienen problemas de discontinuidad y en los que la rigurosidad de las anotaciones dependía de la diligencia del párroco y de su continuidad al frente de la congregación. Por ejemplo, el único libro de bautismos disponible para buena parte del siglo XIX en Bahía Blanca comienza en 1835 y contiene registros hasta finales de 1840. Entonces se produce un primer corte hasta 1856, se retoman las anotaciones sólo hasta 1860, cuando vuelve a comenzar una prolongada interrupción hasta 1884. En el caso de Tandil, los bautismos de las décadas de 1830 y 1840 están incluidos en los libros de Azul. El primer registro conservado en esa parroquia comienza en 1852 pero sufre varias interrupciones a lo largo de esa década. A las discontinuidades se suma el problema –más corriente en esta clase de documentos– del desparejo registro de la información. Por ejemplo, mientras en los años 1830 y 1840 el cura de Azul anotaba obsesivamente el color o la identidad étnica de los niños bautizados, en Bahía Blanca estos datos son difíciles de rastrear pues los sacerdotes los incluyeron de forma irregular.
Además de los registros parroquiales trabajamos con correspondencia de las comandancias de frontera y con expedientes de justicia de paz y criminal de primera instancia del juzgado de Dolores. Aunque los casos protagonizados por indios, criollos y mestizos no son abundantes, algunos expedientes judiciales(7) leídos en una clave que los indaga más allá de su sentido obvio (verbigracia: el estudio de la criminalidad o de la justicia) revelan la mediación cultural de las mujeres indias, de sus hijos y de su parentela. Este conjunto de documentos permite ampliar el escenario geográfico de análisis y observar las prácticas en perspectiva secular. Así, abordaremos casos de distintos puntos de la frontera tanto hacia el norte durante la segunda mitad del siglo XVIII, como hacia el sur a lo largo de los ochocientos. Hagamos dos salvedades. La primera, es que aunque el trabajo se concentra en el siglo XIX, los testimonios del dieciocho fueron tomados en cuenta para evaluar la continuidad de formas familiares y de parentesco en las zonas de vieja y nueva frontera. Como veremos más adelante, a medida que esa imaginaria línea se desplazaba hacia el sur, las prácticas y los desafíos del norte parecían replicarse de modo casi idéntico: intensa sociabilidad entre criollos e indios, escasez de mujeres “blancas”, un mercado matrimonial que Carlos Mayo caracterizó como “oligopólico y estrecho”,(8) uniones sexuales más o menos duraderas entre cristianos y chinas, mestizaje biológico y cultural, y preocupación de las autoridades de los fuertes por estos lazos de sexo y amor que ponían en riesgo el control de las tropas escasas, renuentes y a la expectativa de la ocasión propicia para desertar. La segunda salvedad tiene que ver con que el grueso de los indios y las indias que protagonizan las historias que relatamos pertenecían a grupos asentados en el territorio provincial o que moraban temporalmente en las cercanías de los fuertes. Se corresponderían entonces con los llamados indios “amigos” o su equivalente antes de que esta denominación tomara forma. No nos es ajeno entonces que el intercambio social y cultural entre aquellos indígenas y el mundo hispano-criollo fue más intenso que el que mantenían las parcialidades hostiles o aliadas. Ese será entonces el contexto a partir del que interpelemos a nuestras fuentes y en referencia al cual formulemos nuestras hipótesis, conjeturas y conclusiones.
La frontera en movimiento. Entre los tratados y las prácticas
Durante las últimas dos décadas los estudios sobre la frontera pampeanopatagónica han despertado el interés de historiadores y antropólogos cuyos esfuerzos han resultado en una nutrida producción de artículos y libros que, en términos generales, coinciden en caracterizar a la frontera como un terreno de encuentros, intercambios y mestizaje. La movilidad de la imaginaria línea militar entre la sociedad indígena y la hispano-criolla ha sido otra de las características destacadas por los estudiosos de ese espacio de contacto. Sin embargo, en los avances y retrocesos que tuvieron lugar durante buena parte de los siglos XVIII y XIX, esa movilidad parece haberse desarrollado, al menos, en dos niveles no siempre coincidentes. Por un lado, el diplomático y por otro, el de las prácticas cotidianas de los moradores de zonas fronterizas.
No han sido pocas las miradas que basando sus análisis en documentos diplomáticos tendieron a esquematizar las relaciones interétnicas organizando una cronología jalonada por etapas excluyentes de conflicto bélico y de acuerdo de paces. De esa suerte, entre mediados de los años 1730 y 1785 las relaciones entre hispanocriollos e indios se habrían caracterizado por un estado crónico de guerra intermitente y una intensa militarización de la sociedad indígena. Este violento escenario fue reemplazado por uno mucho más pacífico sustentado en los intercambios comerciales, la eficacia del sistema de defensa borbónico y la voluntad política de acercamiento de las autoridades hispanas a las indígenas mediante el reconocimiento de la autoridad de algunos caciques, los pactos y la entrega de regalos. Sin embargo, la primera década revolucionaria sellaría el fin de ese tiempo de paz dando inicio a una nueva época de enfrentamiento.
En los años 1810 las demandas de la guerra revolucionaria frustraban toda iniciativa de avanzar sobre nuevas tierras. Empero, hacia 1820 la expansión y la definición de una política de frontera se convirtieron en dos preocupaciones claves del gobierno y de los hacendados bonaerenses. En aquellos años, el incremento de la actividad ganadera se desarrolló a expensas de la ocupación informal de tierras de pastoreo ubicadas más allá de la línea oficial. Esto condujo a un enfrentamiento creciente e ininterrumpido con los indígenas, de modo que la guerra se prolongó por lo menos hasta la campaña de Rosas en 1833, con la que se inauguró un largo interregno de conciliación sustentado en el comercio pacífico y en la política de indios amigos. Con la caída de la administración rosista, durante la cual el Estado provincial había monopolizado los contactos interétnicos, financiado la política indígena e incorporado nuevas tierras, retornó el conflicto. Se inauguró entonces una larga época signada por los desencuentros y la belicosidad que terminaría con la ocupación militar del territorio indígena recién a fines de la década de 1870.
Al margen de estos abruptos desplazamientos y de los acuerdos diplomáticos que los regulaban, estudios recientes han advertido sobre los problemas que entraña una mirada que centra su atención exclusivamente en las negociaciones interétnicas interpretando las relaciones a través de la paz y o de la guerra como formas excluyentes de contacto o de falta de él. Ese contacto no sólo no habría estado determinado por el conflicto o el acuerdo, sino que tampoco parece haber seguido un patrón homogéneo puesto que, por ejemplo, no todas las parcialidades indígenas se sumaban a la guerra contra el blanco, o al contrario, no todas se mostraban dispuestas a sellar paces. La dimensión cotidiana de las relaciones interétnicas mantuvo una dinámica propia y su estudio revela la permanencia de relaciones pacíficas aun en tiempos de conflicto. De esa suerte, el enfrentamiento bélico no habría interrumpido el fluido tráfico comercial y de personas a uno y otro lado de la imaginaria línea que dividía a la campaña de Buenos Aires. Las normas y formalidades que regulaban (o pretendían regular) las relaciones eran continuamente desafiadas por las prácticas de las partes en contacto. Las redes y los vínculos personales son las claves para comprender cómo, lejos de acuerdos protocolares o de ruptura de las paces, los moradores de la frontera vivían de un modo menos intenso la paz o el conflicto pues sus mundos de relación se basaban en tratos personales y códigos cotidianos.(9)
En este sentido, nuestro estudio intenta dar cuenta de la forma en que los vínculos sexuales y amorosos de las mujeres indias y los hombres hispano-criollos, o los rituales de compadrazgo que comprometían a través de la entrega de un hijo en bautismo a cristianos e infieles, tuvieron continuidad en la sociedad de frontera y no parecen haber sido afectados crucialmente por los quiebres de las relaciones interétnicas que revelan las fuentes diplomáticas. En tiempos de paz o en época de guerra, el amor, la pasión, la maternidad/paternidad o el padrinazgo lograron sostener una dinámica propia.
Aunque, como advertimos antes, este trabajo se ocupa de la sociedad de frontera en el siglo XIX, nos parece adecuado comenzar con algunos ejemplos rescatados de la correspondencia de los comandantes de la frontera norte de la provincia de Buenos Aires en la última mitad del siglo XVIII. Allí, las relaciones matrimoniales y de parentesco que vinculaban a criollos, indias, indios y mestizos se revelan de manera irregular pero elocuente en una trama documental rica y compleja. Lo primero que llama la atención en las fuentes es la preocupación de las autoridades militares de los fuertes por las relaciones sexuales o las uniones informales entre cristianos y mujeres indias que involucraban a soldados de sus guarniciones. La correspondencia de los fuertes del Zanjón y Chascomús revela una intensa relación entre “infieles” y “cristianos” y un contacto fluido a través de la vía más conocida, el comercio, pero también por medios menos indagados como la residencia de toldos en las inmediaciones de las guardias y la sociabilidad que la población criolla mantenía con sus circunstanciales vecinos indígenas.
Hasta mediados del siglo XIX era corriente que los indios pasasen largas temporadas cerca de las guardias y fuertes de la campaña de Buenos Aires. Las fuentes ofrecen numerosos ejemplos que nos aproximan a esa experiencia de contacto que, por cierto, tenía varias facetas. Abordemos un elocuente testimonio de la comandancia de la Guardia del Zanjón a mediados de los 1700, cuyas inmediaciones solían estar “plagadas de grupos de tierra adentro y de las reducciones de por aquí que llegan a practicar sus comercios”. Entrada la primavera de 1758 el sargento mayor Clemente López le dirigía una carta al virrey en la que respondía a su requerimiento sobre “la clase de indios que paran en aquel destino”. Se trataba, decía López, de “los de la Reducción de los Padres (10) y que los más son chinas y chusma”. Aunque se acercaban al lugar a comerciar, al sargento le preocupaba que “prolongan la estancia de sus toldos acá, beben aguardiente y dan mil pendencias”. Empero, lo que más desasosiego causaba al militar era que las chinas “dan mucha inquietud en los soldados [...] que en la noche se escapan a los toldos que están como a media cuadra de nosotros a beber y a hacer sus impudicias y no puedo estar en continuo velándolos, que como cada uno vive en su ranchillo por estar el cuartel caído no puedo tenerlos juntos y se van con los indios y las chinas que están causando mucho perjuicio en esta Guardia...”. López sugería que dado que había “como setenta o más, casi la mayoría muchachotes y chinas jóvenes”, lo mejor era alejarlos del fuerte y repartir “a toda esa chusma en las estancias y como criadas a las chinas [...] menos a dos de ellas que entienden nuestra lengua y la de los teguelches que podrían quedarse por su utilidad y al ser pocas se las puede mantener alejadas de los soldados que no creo que causen desorden”.(11) Diez años más tarde el problema persistía. En una nota de fines de 1768 el mismo sargento ordenó el arresto del soldado Joseph Ignacio Báez por “concurrir todas las noches a un toldo de los Indios que están en esta Guardia teniendo indicios de su concurrencia en perjuicio y ofensa de su Divina Majestad [...] se pone a tomar aguardiente y sospecho que anda de juerga con las chinas que habitan en la ranchería y que terminan con hijos de estos soldados”.(12)
Sin dudas, el amancebamiento con indias fue un fenómeno extendido y ocupó a las autoridades militares de los fuertes a lo largo de la sociedad de frontera de modo parecido al que reflejan los testimonios de la Guardia del Zanjón. Veamos lo que ocurría en abril de 1781 en Carmen de Patagones. El comandante Francisco Viedma castigó a un ayudante de herrero, a un marinero y a un peón por haberlos encontrado reiteradamente en los toldos de las cercanías durmiendo con unas chinas, a pesar de que esa práctica estaba expresamente prohibida. Para que escarmentasen, los imputados fueron condenados a medio año sin sueldo bajo apercibimiento de que si reincidían se les quitaría la ración diaria, se les doblaría la pena y se los trataría como presidiarios.(13)
Destinar a los indios a estancias y familias de la zona, tal como sugería el sargento Clemente López en la nota citada más arriba, no parece haber sido muy eficiente para poner a los soldados a salvo de las tentaciones que despertaban las indias. En el caluroso verano de 1767, el apasionado soldado Antonio Lozano raptó a una chinita que hacía varios meses estaba en custodia de doña Bernabela Barreiro, una vecina de Magdalena. La mujer reclamó a las autoridades del fuerte porque sus esfuerzos por “catequizar y educar a la infiel en la Santa Fe Católica [...] haciéndola cristiana y vistiéndola” resultaban vanos ahora que la india estaba en poder de su amante. Pedía “la suplicante que le fuese restituida la china o que por piedad se le entregase otra [...]” en compensación de los gastos que ésta le había ocasionado. Según los dichos del sargento López, la mujer se presentó “enfurecida en esta guardia y en mi presencia y la del auditorio procedió a quitarle los pocos trapitos que la china tenía encima dejándola en cueros, diciéndole que la vistiese quien la quería [...]”. No sabemos qué desenlace tuvo esta trama más allá del contenido de una esquela del sargento al virrey donde el primero confesaba su incapacidad para controlar a los soldados cuando “chinas como esta se les entregan de propia voluntad”.(14)
Casi cien años después de la acalorada reacción de doña Bernabela Barreiro, un expediente judicial de Azul pone de manifiesto una dimensión mucho más violenta de la pasión y presenta una intrincada relación que involucraba a una india, un mestizo y un criollo, pero también al mismísimo cacique Cipriano Catriel y al ilustre ex cautivo Santiago Avendaño.(15) Según los términos del sumario levantado por el juez de paz en el invierno de 1872, Juan Burgos, “hijo de criollo y de una china de los toldos de Catriel”, junto a un indio y “un soldado cristiano” de la misma tribu habrían herido de muerte a un criollo (peón de Avendaño) llamado Heraclio Romero. Cuando los reos fueron indagados, Burgos (de 25 años, casado, trabajador de campo y con el grado de Sargento en la tribu de Catriel) confesó haber sido el autor del asesinato al tiempo que dijo no conocer los móviles del mismo puesto que se lo había “ordenado el cacique en presencia del intendente de indios Avendaño” de quien Burgos era “asistente y peón”. Cuando los reos fueron trasladados a la cárcel de Dolores, el juez de primera instancia reclamó a su par de Azul las declaraciones de Catriel y Avendaño. En su testimonio, el cacique negó haber ordenado el asesinato de Romero y arguyó que “todo [había] sido obra de Burgos movido por los celos”. Avendaño ratificó esos dichos agregando que “es la voz pública que fue Burgos quien le dio muerte [...] porque su mujer le había sido infiel con el finado”.
La china con quien el acusado estaba casado también fue convocada a declarar, y si bien negó cualquier relación ilícita, confesó que conocía a Romero y que “él solía venir siempre a la casa cuando Burgos se hallaba ausente con pretensiones de tratar con ella, que Burgos supo de las visitas y la castigó [...] ya ni quería el mate que le cebaba, pero que nunca habló de matarlo [...]”. En la ampliación de la indagatoria, Burgos contradijo el testimonio de su mujer y confesó su responsabilidad en el homicidio al afirmar que varias veces “la pillé siéndome infiel con Romero y por motivo de los celos fue que lo maté...”. El mestizo agregó un detalle que expresa las diferentes tramas de significado en las que la victima y el victimario estaban insertos a pesar de haber compartido un espacio de trabajo y vecindad. Aunque es posible que se tratase de una estrategia sagazmente sugerida por la defensa, la declaración desvela la existencia de un orden de significados dual cuando Burgos señala que “cada vez que la encontraba con Romero creía que quería robársela [...] que cuando se trata de una mujer en los toldos no es como entre los cristianos: que para tomar ellos una necesitan regalar a toda la parentela y que si Romero hubiese tenido algo y le hubiese querido comprar la mujer, se la hubiera dado, pero que como nada tenía y quería robársela, lo mató como se acostumbraba entre ellos”. Es difícil evaluar si Romero efectivamente conocía aquellos códigos aunque su relación con el mundo indígena parecía bastante estrecha (amante de una china, peón de Avendaño, conocido de Cipriano Catriel), o cuánto valoraba Burgos el respeto a la convención cultural de la que hablaba.
Es materia conocida que entre los indígenas del sur del actual territorio argentino, el matrimonio constaba del rapto ficticio y del rescate. Después que el pretendiente había capturado a la mujer, debía pagar al padre o al hermano de la novia la deuda contraída por arrebatarla. Esta práctica podía reducirse sólo a la compra de la mujer acordada entre el novio y el padre de la novia, sin que mediase el rapto. El valor de la desposada se cubría con animales, objetos de plata, bebidas y dinero. Lo obtenido se distribuía proporcionalmente entre los miembros de la familia y en ocasiones entre los amigos más allegados. En uno u otro caso, sea que el matrimonio pasase por las dos instancias rituales del rapto y el pago de la dote, o que se redujera simplemente a la compra de la novia, la familia y la parentela tenían un importante papel material y ritual. Incluso, cuando el rapto no era ficticio, sino que se arrebataba a la mujer porque la unión no era consentida por su padre, el pretendiente corría el riesgo de que todo un frente de parientes tomara las represalias contra él.(16)
Volviendo ahora al caso que nos ocupa, es muy probable que Burgos apelase a la evocación de estos rituales de tierra adentro sólo como un recurso para amenguar la pena, pero aún así, lo revelador de esta declaración, con la que se cierra la instancia indagatoria de un enmarañado proceso, es la manera en que la evocación de la diferencia cultural expresa el carácter empírico de los sistemas simbólicos.(17)
A partir de un orden cultural performativo los sujetos históricos construyen creativa y pragmáticamente sus discursos. En el caso de Burgos –y seguramente de su abogado defensor– se pusieron en diálogo el sentido cultural y la referencia práctica en cuya dialéctica se inscribían las formas de acción en un mundo como el de la frontera pampeana, donde entraban en contacto culturas diferentes.(18)
Historias de hijos, ahijados y parientes
Hasta aquí hemos acudido a fuentes que nos ofrecen indicios sobre la profusión de relaciones sexuales entre indias y cristianos. Ahora abordemos esas uniones a partir de sus frutos, los hijos mestizos y las redes de parentesco que se tejían a partir del nacimiento y el bautismo de esos niños. Comencemos por hacer un par de salvedades sobre las fuentes. Más arriba decíamos que las parroquias de Azul, Tandil y Bahía Blanca proveen parte de la evidencia a partir de la cual emprendimos la exploración del mestizaje biológico y cultural. Sin embargo, éstas no fueron las únicas zonas de frontera a las que circunscribimos nuestra búsqueda. En un principio realizamos una selección más amplia que incluía a dos regiones cercanas al río Salado: San Miguel del Monte, una guardia de antiguo poblamiento, y Dolores, un fuerte fruto de los primeros desplazamientos de la frontera más allá del límite natural del río. En el primero de estos sitios las actas de bautismo se conservan desde 1811, y en el segundo desde 1831.(19) Sin embargo, en la mayoría de los casos, ya desde principios del siglo XIX muy pocas ceremonias involucraban a indios y mestizos. Mirada a través de los libros parroquiales, la población de estas comunidades de viejo asentamiento parece haber perdido la diversidad racial, étnica y cultural propia de las áreas de frontera. La heterogeneidad se ha desplazado hacia el sur donde, como veremos, el contacto cotidiano entre indios y blancos se mantiene incluso más allá de mediados del siglo XIX.
Pero dejemos este problema en espera de indagaciones futuras y pasemos a la segunda salvedad, en este caso referida a la representatividad de las fuentes. En relación con el total de bautizos asentados en las parroquias de Azul, Tandil y Bahía Blanca, el porcentaje de indios y de mestizos no supera el 10 por ciento de las ceremonias entre principios de la década de 1810 y fines de 1860. Empero, más allá de estos guarismos, creemos que las ceremonias son elocuentes del proceso de mestizaje biológico y cultural y de la presencia de mujeres indias (y de criollas que había convivido con nativos durante su cautiverio) en las zonas de nuevo poblamiento. Un matiz de la sociedad del sur de la campaña que, como sugeríamos antes, no se advierte en los documentos disponibles para las regiones del norte del río Salado. Por su parte, la utilización cualitativa de los bautismos permite evaluar las mutaciones en la composición social y étnica de la frontera durante la segunda parte del siglo XIX. Así, a medida que avanzamos hacia finales de los años 1860, se hace cada vez más notoria la merma de los bautismos de indios y mestizos a favor de los de hijos de inmigrantes europeos. Más adelante volveremos sobre este tema.
Un dato revelador en las actas es la manera en que las madres nativas eran identificadas. Aunque, como señalamos antes, la rigurosidad en la anotación de los datos filiatorios, étnicos y de color es despareja, los curas compartían la práctica de desdibujar la identidad de las indias refiriéndose a ellas por su nombre de pila o simplemente como “chinas” o “pampas”. De esa suerte, el 20 de febrero de febrero de 1838 el cura de Azul bautizaba en Tandil a “Isabel [...] una niña de dos años color pardo hija de Juan Lima, cristiano de esta vecindad y de María una china infiel”. Unos meses más tarde, el mismo cura registraba el bautismo de “José Carmen [...] tres meses hijo de José Moya y de una china”.(20) Las escasas ocasiones en que las indias recibían el mismo trato de las blancas era cuando estaban bautizadas. Sólo entonces en el acta se registraba su nombre completo. Así ocurrió con María Ocampo, una “china cristiana” que había tenido un hijo con el criollo Juan Correa, al que bautizaron con el nombre de Eulogio el 10 de julio de 1840 en la parroquia de Azul.
Dejemos por un momento a las indias para indagar lo que ocurría con sus pares criollas que habían pasado parte de su vida cautivas en las tolderías. El tema será abordado de forma puntual y con referencia a un conjunto de información que proveen los registros de bautismo de Bahía Blanca entre 1835 y 1839. En esos años inaugurales de la parroquia, se advierte un fenómeno que luego no se repetirá en igual dimensión: la presencia de numerosas mujeres identificadas como criollas y cautivas, de niños mestizos “nacidos en cautiverio” y de hijos de soldados y ex cautivas. Creemos que esta presencia se relaciona con el conocido rescate de la campaña del gobernador Juan Manuel de Rosas en 1833 y 1834 en la que se liberó a más de seiscientos cautivos, en su mayoría mujeres e infantes.(21)
Aunque el cautiverio femenino despertó el interés historiadores y críticos literarios,(22) aún es poco lo que conocemos sobre el destino de aquellas mujeres después de su regreso a la sociedad criolla. ¿Cómo se insertaron? ¿Qué pasó con sus hijos mestizos? ¿Pudieron entablar nuevas relaciones amorosas? Los indicios de los que disponemos aquí, por supuesto, no son suficientes para responder a estas preguntas, aunque estas historias particulares nos sugieren posibles caminos de indagación del problema. Revisando los bautismos de Bahía Blanca encontramos, por un lado, a numerosas mujeres solas que habían tenido hijos durante el cautiverio y que volvían del rescate con esos retoños de su relación íntima con los hombres del mundo de los infieles. En general, declaraban haber vivido en los toldos desde su niñez y no saber quiénes eran sus progenitores de los que posiblemente habían sido separadas en la captura. Este fue el caso de Catalina Rivera, que bautizó a sus dos hijos, Petronilo y Ramiro, en noviembre de 1835. Ambos niños habían nacido de “padres infieles” durante el cautiverio, el primero en 1828 y el segundo en 1832. En esa misma ceremonia, recibió “los santos oleos” Juana María, una “parda nacida en territorio de Guaminí en 1828 [...] hija de padre infiel no conocido y de la señora Hipólita Suárez, rescatada de su cautiverio en 1832”.
Por otro lado, aparecen numerosos casos de cautivas que tenían hijos con soldados criollos integrantes de batallones apostados en el fuerte de Bahía. Aunque por ahora sólo es una conjetura, nos parece sugestiva la idea de que se tratase de hombres que habían participado de los rescates o en cuyo destacamento de frontera habían recalado las cautivas para cumplir, entre otras cosas, con las formalidades de la declaración que regularmente debían prestar ante las autoridades de los fuertes.(23) Quizá allí nacían relaciones que daban por fruto a estos niños que no eran mestizos pero cuyas madres habían vivido una intensa experiencia de mestizaje cultural. Ese fue el caso de Dionisio Marciel, de un mes de vida, bautizado en la Navidad de 1835, que había nacido de la unión de Josefa M., “cautiva de los infieles desde su niñez [...] rescatada a principios del año [...]” y del soldado del regimiento del fuerte bahiense, Juan D. Marciel”. Es posible que la inserción de mujeres como Josefa M. en la sociedad criolla haya sido menos traumática que para ex cautivas como Catalina Rivera o Hipólita Suárez, quienes volvieron del “desierto” acompañadas de los hijos que habían tenido con los indios.
Entre agosto y noviembre de 1835 se celebraron tres bautismos colectivos de niños cuyas edades oscilaban entre los cuatro y los trece años. Se trataba de ex cautivos rescatados en territorio indígena que eran inscriptos como “blancos” hijos “de padres incógnitos”. Lo peculiar de estos bautismos es que los padrinos, en su mayoría vecinos de Bahía Blanca y militares y soldados del regimiento de Dragones del fuerte, adoptaban a estos niños. Más allá de este caso particular, las actas de bautismo de los diferentes puntos de la frontera que hemos trabajado revelan a la adopción de ex cautivos y de indios como una práctica bastante difundida en la campaña de la primera mitad del siglo XIX.
De esa suerte, en el fuerte de Carmen de Patagones era corriente el bautismo de niños indígenas “rescatados y comprados” –según rezan las actas parroquiales– por lugareños que luego los incluían en sus unidades domésticas, posiblemente en calidad de criados. Este último aspecto todavía necesita de indagación, mas lo cierto es que algunos personajes de aquella comunidad de la frontera sur llegaron a tener en su posesión y con su apellido decenas de indios “rescatados”, una práctica que no hemos observado en ninguno de los otros puntos de la frontera cuyos registros parroquiales estudiamos. Rituales como el que citamos a continuación se repiten con insistencia durante la primera parte del siglo XIX. El 13 de julio de 1804 el cura de la parroquia, Fray Miguel González, bautizó en presencia del comandante y “demás testigos” a un “indiecito de nación Auca, de seis años que fue vendido por el indio Antonio de nación Tequelchú quien no supo dar razón de sus padres por haberle hecho esclavo en guerra entre las dos naciones [...]”. El niño había sido “rescatado y comprado” por el marinero del rey, Joseph Domingo González, a quien “no (había) movido otro fin que sacarlo de la infidelidad y que siga nuestra Santa Fe Católica”. Entre las formalidades del acto, quien rescataba a estos indios debía reconocer ante las autoridades religiosas y militares que el niño era “libre por naturaleza”. Los infantes eran apadrinados por vecinos del lugar e integrados de algún modo a la familia del “comprador”, de quien, como decíamos antes, tomaban el apellido.(24)
De la difusión de esta práctica también da testimonio el censo de 1836 que contiene un apartado especial para el registro de la población india “rescatada” residente en el pueblo de Patagones. Más de ciento cincuenta indios entre varones y mujeres fueron anotados en esta categoría en una sección especial del padrón. Algunos de los apellidos se repiten en numerosas ocasiones. Así, Crespo aparece cuarenta veces, Real o Rial, Guevara y Burgos poco menos de veinte, o Piedrabuena en una decena de ocasiones.(25) Aunque no es posible saber si todos los que llevaban el mismo apellido residían en la misma unidad doméstica, ni quién los había rescato, podemos conjeturar que los que compartían el apellido habían sido “rescatados y comprados” por la misma persona. En cualquier caso y más allá de sus lugares concretos de residencia y de sus funciones, lo atractivo no es sólo la peculiaridad de la práctica sino el hecho de que la inclusión de estos niños nacidos y parcialmente socializados en suelo indígena constituye un indicador más de la incidencia de los diversos registros de mestizaje que expresaban la dinámica social y cultural de la frontera.
Otro aspecto que merece atención es el cambio de la composición étnica de los bautismos que comienza a observarse en las parroquias de Azul, Tandil y Bahía Blanca hacia finales de la década de 1850. Mientras en los años 1830 y 1840 la mayoría de las ceremonias involucraba a niños “blancos” fruto de uniones formales o informales de parejas de criollos, seguido por indios (tanto infantes como adultos) y, en menor proporción por mestizos; cuando nos adentramos en la mitad del siglo, este cuadro se vuelve más complejo debido al ingreso de los inmigrantes europeos al escenario social de frontera. Franceses, españoles, vascos, irlandeses e italianos comenzaban a tener una presencia cada vez más notoria en los registros. Se trata de unas décadas de transición donde estos grupos de inmigrantes tempranos todavía eran minorías étnicas en una población mayoritariamente criolla. Paralelo al incremento de los bautismos de hijos de padres europeos, hay una disminución de los de mestizos e indios, pero se trata de un proceso muy gradual. Las páginas de los libros parroquiales devuelven la imagen de una sociedad variopinta, rica y compleja en la que convivían sujetos históricos con experiencias culturales muy diversas y en la que el concubinato y la ilegitimidad marcaban la pauta de las uniones, tal como lo han destacado los estudios sobre historia de la familia en el Río de la Plata.(26) De esa suerte, en una misma ceremonia es posible encontrar, como lo revela el ejemplo que sigue, a un matrimonio de inmigrantes, a una pareja de indios “infieles” y a otra de concubinos criollos cristianando a sus hijos y compartiendo un bautismo masivo de indios adultos.
El 10 de septiembre de 1856 acudió a la iglesia de Bahía Blanca el matrimonio Detapponi, el padre, un inmigrante originario de Lugano, y la madre, una joven de Valencia; bautizaron a Olga, su hija legítima de tres semanas de vida. En la misma ocasión fue bautizado Serapio García, un niño de dos meses hijo de madre y padre criollos “naturales de la provincia de Buenos Aires y avecindados en este punto”. En tanto que dos indios “amigos pero aún infieles” de las Pampas (sobre cuya identidad nada dice el registro), bautizaron a su hijo de tres años con el nombre de Remigio Sosa, cuyo apellido, como era costumbre, fue adoptado de la madrina, una vecina criolla llamada Luisa Sosa. La nota tónica de la ceremonia seguramente la dio el bautismo colectivo de una docena de indios de entre 15 y 35 años “de los toldos de los pampas amigos de tierra adentro”.
Esta actitud de los federalistas radicalizados encuentra buena parte de su explicación en el contexto guerrero imperante. Contexto que no sólo da la ocasión para este tipo de intervención sino que ofrece también algunas de las razones, que, precisamente, justificarían por qué resulta inoportuna la convocatoria a un congreso de carácter constituyente.
El bautismo ponía en contacto a actores que el mundo de la frontera, en teoría, separaba. Las madres indias, sus maridos cristianos, los curas de las parroquias y los padrinos. Entre estos últimos había una mayoría de criollos cuyas anónimas trayectorias oscurecen las razones de su entrada en compadrazgo con familias indias y mestizas. En este sentido, los “notables” de las pequeñas comunidades fronterizas cuyos nombres se repiten con insistencia entre los padrinos nos permiten especular sobre los motivos de su parentesco simbólico con aquellas familias. Dos ejemplos tomados de las actas de la parroquia de Azul sirven a manera de ilustración.
En numerosas ocasiones durante los años cuarenta y cincuenta, el comandante del fuerte Independencia, Rosendo Parejas, y su mujer, y los pulperos José Suessy y Narciso Domínguez con sus respectivas esposas, apadrinaron indios y mestizos. En sus memorias, Juan Fugl, un inmigrante danés que llegó a Tandil en 1848 y obtuvo de Parejas la donación de una chacra en las cercanías del fuerte, cuenta que a poco de llegado al pago, el comandante le sugirió que se ganase la vida recorriendo la campaña y los toldos de los indios para traficar cueros, plumas y cerdas que podía entregar en las pulperías de Suessy y Domínguez.(27) Parejas, que en este ejemplo aparece como un típico mediador de la frontera, seguramente mantenía una relación estrecha con la sociedad indígena, entre otras razones porque la autoridad militar del fuerte regulaba el negocio con los “indios amigos” en el que se basaron las relaciones pacíficas con algunas parcialidades indígenas durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Es conocido que parte de esa política consistió, en especial a partir de 1839, en asentar tribus amigas en la frontera o en las cercanías de los fuertes con el objeto de emplearlas como fuerza militar.(28) En este contexto, los comandantes eran los encargados de la entrega de raciones alimenticias –yeguas y vicios– a los indios. Esta práctica, junto a la creciente militarización que afectó a los indígenas en la última década de la gobernación de Rosas, ponía en contacto regular a las autoridades de los fuertes con los indios y a éstos con los comerciantes de la sociedad criolla. Aunque esos vínculos podían ser temporarios y laxos, en ocasiones eran tan cruciales para el desarrollo de la vida en la frontera que el parentesco simbólico a través del compadrazgo seguramente servía para afianzarlos volviéndolos más perdurables.
Indaguemos ahora las razones del padrinazgo más allá de las peculiaridades de la etapa rosista. La profusión de nombres de militares, terratenientes y pulperos de puestos distantes como la Guardia del Monte o el Fuerte de San Serapio Mártir en Azul apadrinando a hijos de indígenas o a indios adultos, podría responder a varias causas. Una de ellas, la solicitud del párroco. En general, las actas revelan que en algunas fechas del año (cercanas a las Pascuas o a la Navidad) se celebraban misas en las cuales numerosos indios (infantes y adultos) eran bautizados y compartían padrinos. Quizá se trataba de una ceremonia en la que el cura convocaba a las autoridades del fuerte y en la cual los feligreses más conspicuos eran invitados a oficiar de padrinos de este acto sacramental que los “emparentaba en el espíritu”, parentesco que quizá no tuviese continuidad ni consecuencias en el tiempo. Sin embargo, también es posible suponer que la elección de los padrinos se basara en relaciones preexistentes entre los indios y los criollos con los cuales el bautismo de los primeros sellaría de manera ritual el vínculo a través del compadrazgo. Ello podría contribuir a sostener y acrecentar los intercambios de ganado y de productos desde los toldos al mercado criollo o viceversa, y al mismo tiempo a asegurar la disponibilidad de indios como fuerza de guerra para la milicia criolla o mano de obra para las estancias de la campaña de Buenos Aires. Empero, miradas en una escala reducida se advierte que esas relaciones podían entrañar consecuencias no deseadas para ahijados y padrinos. Parece que esto fue lo que le ocurrió a Benito Machado, dueño de una prestigiosa carrera militar y política en la frontera sur.(29)
Pocos días antes de la Navidad de 1864, el estanciero Miguel Churruca fue asesinado de varias puñaladas en su estancia del partido de Azul. Las sospechas se cifraron en dos sujetos: el inmigrante francés Juan Casanova y un indio de nombre Mariano, aparentemente integrante de los toldos del finado cacique Juan Manuel Cachul. Los dos sujetos desaparecieron del pago pero mientras el rastro de Casanova se borró, el juez de Azul enseguida sospechó que Mariano se había refugiado en los toldos hacia donde el funcionario envió a un vecino del pueblo para que le tomase declaración, siguiendo una práctica que parecía habitual cuando debían dirimirse casos judiciales que involucraban a indígenas.(30)
Manuel Pino, un pulpero azuleño que mantenía tratos comerciales con la indiada de Cachul, fue comisionado para ese fin y regresó de tierra adentro con una declaración en la que Mariano se confesaba autor y ejecutor del asesinato mientras sindicaba a Casanova como su cómplice.
Una primera evidencia de la complejidad de este entramado de relaciones sociales, se nos revela cuando Mariano puso como condición para declarar ante el juez de paz la presencia de un cura para que lo bautizara. Cuando el párroco se apersonó, Mariano, que declaró ser un boleador que “cree tener treinta y tres años y está casado con una china”, no resultó indio, sino mestizo. Su madre, una pampa de los toldos de Cachul, lo había tenido de Juan Arrúas, un hacendado criollo de Tandil en cuya casa el imputado había vivido hasta la mayoría de edad. Entonces, Mariano y su madre abandonaron Tandil y “se fueron a vivir entre los salvajes”.(31)
A pesar de haber pasado tantos años en la sociedad blanca, Mariano afirmaba no ser cristiano y pedía ser bautizado antes de continuar con la declaración. Empero, esta aseveración (que seguramente no era más que una maniobra dilatoria) no satisfizo al cura que dijo saber que “los Arrúas han tenido muchos hijos de las indias Pampas y a todos los han hecho bautizar”. El párroco se preguntaba entonces si “¿se puede presumir que a este no le hubiesen cristianado teniéndole en su propia casa por tantos años?”. Ante la duda, Mariano fue obligado a completar su declaración sin cristianarse.
En la indagatoria ante la justicia de primera instancia, el reo dio una versión diferente de aquella que había recogido Manuel Pino cuando fue comisionado a los toldos por el juez de paz de Azul. Lo interesante aquí, sin embargo, son algunas de las contradicciones en las que Mariano incurre y la trayectoria de los hechos que traza en su declaración. En primer lugar, cuenta que cuando lo “prendieron” estaba comprando los vicios en una pulpería del fortín de Tapalqué, zona hacia la que se había internado después de haber reñido con Churruca cuando ambos estaban estaqueando unos cueros junto a un extranjero cuyo nombre dijo desconocer. Al parecer, Churruca recriminó con dureza su holgazanería y lo increpó de “mala manera” diciéndole que terminase rápido con su faena. En represalia a los rudos modos de su patrón (no era la primera vez que lo maltrataba de palabra), Mariano le preguntó por qué compraba tantos cueros ajenos sabiendo de los peligros que ese tráfico entrañaba. Parece que esto último caldeó más el mal ánimo de Churruca que respondió apaleando al peón. Para librarse de la agresión del enfurecido hacendado que le “rompió la cabeza”, Mariano sacó “un cuchillito que tenía en la bota y [le dio] una puñalada”: “estuve certero que quedó vivo así que me disparé para los toldos”, continuaba su declaración. Tiempo después, le habría llegado el rumor de que Churruca fue hallado muerto “con ocho o diez puñaladas [...] y pensé que de seguro se las habría dado el extranjero”.
Habiendo oído que lo acusaban del asesinato de su patrón y sabiendo que si los cristianos lo prendían iban a castigarlo con dureza, decidió acudir a la mediación de su “padrino el coronel Machado [para que lo] juzgase” y, si resultaba ser el autor de la muerte, “arreglarla pagándole al hermano del finado con unos caballos, estribos y espuelas de plata, ponchos y otras prendas”. Mas al comprobar que Mariano no era culpable y no habiendo aceptado el deudo de Churruca el arreglo, Machado “lo despachó” a los toldos donde pasó cerca de cinco años hasta que lo prendieron en Tapalqué.
Cuando el juez de Dolores libró un oficio pidiendo que el coronel se pronunciase sobre los dichos del reo, Machado negó todo lo declarado por su presunto ahijado. En noviembre de 1868, respondió en una esquela donde afirmaba que el hecho de sangre no había ocurrido en su tiempo (aunque había escuchado rumores de que el autor era un indio emparentado con las tribus de Tapalqué), que no recordaba ser padrino del imputado pero que sí había tenido trato con los Arrúas.(32)
Más allá de su costado anecdótico, el caso revela una abigarrada trama de relaciones sociales en las que se combinan el mestizaje biológico y cultural y el parentesco sanguíneo y simbólico de sujetos históricos habituados a moverse con soltura en una trama de significados densa y compleja en la que las relaciones familiares y de parentesco tenían un lugar clave. Desplazamientos en un vasto espacio, desde el mundo del trabajo, de la familia y de la justicia “criolla” hacia los toldos en tierra adentro, el territorio geográfico y simbólico que se abría una vez atravesada la frontera militar era un lugar en el que Mariano Arrúas, un mestizo hijo de una china y un hacendado, presumiblemente contaba con una red de parientes que le había legado su madre india. Sin embargo, ese no era un espacio cerrado a aquellos criollos que, a diferencia de su padre, no tenían parentela entre los “infieles”. Para extender su brazo más allá de la frontera, la justicia apelaba a mediadores como los comerciantes lugareños que habitualmente se adentraban en los toldos a traficar con los indígenas, como ocurría como Manuel Pino, el emisario del juez de paz que tomó la primera declaración indagatoria a Mariano. Para complejizar aún más el panorama, en la escena final del juicio se evoca el nombre de una figura dominante en el mundo de la frontera sur: el coronel Benito Machado. Es muy probable que, como lo sospechaba el cura de Dolores, el acusado mintiese al decir que no era bautizado y que su pedido de recibir el bautismo fuese sólo un artilugio para dilatar su declaración ante el juez. Tal como se advierte en la segunda parte de la indagatoria, Machado habría servido de protección a su presunto ahijado intermediando con la familia del occiso para descargar de responsabilidad a Mariano, que se presentó con “regalos” para compensar a los familiares del muerto a través de la difundida práctica araucana del pago como reparación exigido a una persona culpable de homicidio.(33) Es sabido que Machado mantenía intensas relaciones con parcialidades indígenas de Azul y que se servía de ellas, entre otras cosas, para reclutarlos como milicia. En su diario, Dorothea Fugl, una observadora privilegiada de las décadas finales de la sociedad de frontera, cuenta cómo tras la batalla de Pavón el coronel mitrista recién ascendido a “Jefe de la frontera Costa Sud”, desfiló con su tropa en Tandil tras el regreso victorioso del frente de combate haciendo gala de su poder. Entre sus filas, lo que más llamó la atención de esta joven mujer fue la nutrida presencia de indios en la retaguardia de la tropa: “[...] los oficiales que junto al jefe marchaban con magníficos y lujosos uniformes, además de la platería en las riendas, en los aperos de los caballos y en las espuelas. Todo esto seguido de grupos con ropas tan miserables que los hacían parecer forajidos. Pero había pequeñas divisiones de soldados, con mejor vestimenta y medias blancas largas. Por fin llegaban los indios que caminaban agachados, con sus cuerpos casi desnudos, su cabello largo y bien negro atado con una vincha de cinta o un pañuelo doblado. Algunos con una pluma metida en la vincha”.(34)
Aunque nuestras fuentes no nos permiten reconstruir de modo directo la relación de Machado con la familia india de Mariano, es posible que se tratase de una parcialidad con la que el militar contaba como potencial recluta, o con la que mantenía tratos comerciales. El parentesco ritual fue sin dudas una de las formas habituales de reforzar vínculos con los indios. De hecho, como lo señalamos antes, en las actas de bautismo de las parroquias de Tandil y Azul, entre los padrinos cuyos nombres más se reiteran se cuentan los comandantes de frontera y sus esposas, y entre ellos Machado está presente por lo menos en una docena de ocasiones apadrinando a hijos de criollos y chinas, o a indios infantes y adultos.
Otro ejemplo de padrinos notables es el de los estancieros. En los expedientes del juzgado de Dolores se encuentra un caso que involucró a Benito Miguens, uno de los terratenientes más poderosos del pago de Chapaleofú. Miguens, que había participado en 1826 de la batalla de los Toldos Viejos en las inmediaciones de Dolores en la campaña encabezada por el coronel Federico Rauch, era propietario –en sociedad con sus hermanos– de varias estancias en la zona cercana al fuerte Independencia(35) entre las cuales se contaba el establecimiento “Cinco Lomas” al que alude el expediente. A finales de octubre de 1836, el juez de paz de Tandileufú apresó en su intento de fuga a cinco pampas y una china de “la tribu del cacique Tretuel que tienen sus toldos en las inmediaciones de este Pueblo en una chacra del Coronel Don Ventura Medina” acusados de robo por una vecina de Tandil. Ninguno de los imputados tenía pasaporte para cruzar la frontera y sólo de la identidad de uno de ellos se ocupó la autoridad judicial, del indio que dijo llamarse Estanislao Pardo y declaró vivir en concubinato con una china en la estancia “Cinco Lomas”. Pocos días después del hecho, el juez de paz de Tandileufú, Don Manuel Rico, quien tenía presos a los sospechosos, recibió una nota de Benito Miguens en la que el estanciero se explayaba sobre la persona de Pardo alegando que creía “conveniente informar a usted a ese respecto en caso de que su prisión no sea por otra cosa. Este es un indio que [...] ha sido criado en la estancia del finado Don Juan Manuel Pardo que fue su padrino de agua y olios (sic) y de ahí ha tomado ese apelativo de Pardo [...] Para la revolución de Lavalle estuvo en el servicio de armas, más después estuvo trabajando con Don Benito Miranda y hace como seis meses que está en mi casa por ser pariente del Indio Pancho que está viviendo con su toldo en Cinco Lomas y también por ser el que suscribe padrino de agua y olios (sic) de la china Paula con la que Pardo está casado, lo que pongo en conocimiento para que halle por convincente”.(36)
Los casos que venimos de evocar revelan el parentesco simbólico y las redes que de él se derivan en la forma de una relación social orientada por el sentido de la dominación, donde la organización horizontal que implica el vínculo establecido al momento del bautismo por un padre que “da” a su hijo/a a un padrino, tiende a debilitarse adoptando un carácter más bien jerárquico (entre el padrino y su ahijado) cercano a un lazo clientelar. La distancia social que existía entre Miguens, Pardo y la china Paula, o la que mediaba entre el coronel Machado y Mariano Arrúas, sugiere la superposición del parentesco ritual con un conjunto de relaciones asimétricas y verticales que vinculan a sectores sociales diferentes.(37)
Mestizos, moradores notables de la frontera apadrinando indios o adoptando niños que habían sido socializados en el mundo indígena, cautivas que regresaban con sus hijos nacidos o criados entre los indios, configuraban una densa trama de vínculos de familia que se extendía a uno y otro lado de la frontera desafiando las distancias y que incluía a sujetos históricos que vivían cerca pero también a familias y parentelas no corresidentes pero estrechamente ligadas por consanguinidad en línea femenina. Estos lazos contribuían a articular relaciones entre distintos grupos a través de vastos espacios geográficos. De esa suerte, la familia y el parentesco podrían representarse como un conjunto de redes que se activaban selectivamente según las necesidades de una coyuntura determinada y que incluían a numerosos miembros vinculados en diferentes grados que se mantenían unidos aunque sus lugares de residencia estuviesen separados por grandes distancias.
La fuga de Manuel Linares es ilustrativa en este sentido. En enero de 1863, este joven mestizo, hijo de una china oriunda de Patagones y de un arriero criollo residente en el pueblo de Azul, asesinó de una puñalada al teniente Evaristo Naranjo en una pulpería del pueblo. Prófugo, las autoridades del fuerte de Azul suponen que ha ido a buscar refugio a Patagones, “adonde tiene mujer” y libran un oficio pidiendo su captura al juez de paz de aquel punto, quien con premura respondió que a los pocos días del hecho “algunos vecinos han visto a Linares”, pero que a comienzos del mes de febrero “salió en compañía de Chincoles para los indios de las manzanas adonde tiene parientes y hasta la fecha no ha vuelto”. Sin embargo, el juez todavía creía posible la captura porque “está amancebado con una china que vive en Patagones y no ha de tardar en regresar [...] que si así lo hace tenga U. certeza que no dudaré en aprehenderlo”.(38)
Este caso revela la importancia del parentesco para estrechar los vínculos a través de un espacio tan amplio como el que unían los tres puntos en los que transcurría la vida de Linares: Azul, donde vivían sus progenitores, Patagones, de donde era oriunda su madre y adonde el reo tenía a su concubina, y los indios de las manzanas, con los que estaba emparentado. Aquellos remotos destinos hacia donde se extendía el denso entramado de redes de parentesco en el cual Linares estaba inserto posiblemente fueron los que le salvaron de la captura, pues cuatro años después del crimen el caso fue cerrado porque las autoridades no pudieron dar con el prófugo.
Del mismo modo que los parientes en los toldos cobijaban a los indios y los mestizos que por diferentes razones debían abandonar el mundo hispano criollo, a este lado de la imaginaria línea de frontera las redes de parentesco se activaban más o menos de la misma forma cuando los pobladores de la sociedad indígena se afincaban entre los cristianos. Como cualquier inmigrante, para los indígenas que llegaban a la sociedad criolla era crucial la información y los contactos que sus parientes (de sangre o rituales) podían ofrecerle. Indios y mestizos afincados en las estancias de la campaña conseguían que sus patrones les dieran conchabo a sus hermanos, sobrinos o primos de tierra adentro. La siega aparece de modo recurrente en los documentos como una ocasión en la que los indios activaban las redes de parentesco y se movían hacia el mundo hispano-criollo para conchabarse por una temporada y luego, quizá, volver entre los indígenas o sumarse a la intensa movilidad que signaba la vida en el mundo rural de Buenos Aires. En el último cuarto del siglo XVIII el comandante de la Guardia del Zanjón andaba tras el rastro de Juan Blas y Joseph Paz, dos hermanos indios que habían venido de los toldos para la siega de 1774 “llamados por un tío que reside en la Conchas...pero que hace cerca de un año que ya no los ve [...] ha oído decir que andan por Los Manantiales donde otro indio hermano de la finada madre de los Paz”.(39) Estos hermanos se habían fugado del presidio de La Barranca. No siempre era posible o quizá deseable cruzar la frontera para huir de la justicia de los cristianos como lo hicieron Arrúas y Linares, los mestizos a los que nos referimos más arriba. Juan Blas y Joseph Paz habrían buscado refugio en la casa de Nicasio Ortega, otro indio que vivía en una estancia cerca de Samborombón, donde, tras una larga búsqueda, fueron apresados por los soldados del Zanjón.
¿Acaso estas historias nos sugieren que en los actos criminales o en las manifestaciones de hostilidad hacia personas externas al grupo eran asumidas como responsabilidad colectiva transformando a la parentela en un ámbito de auxilio y protección del inculpado? Con la evidencia de la que disponemos, por ahora es arriesgado intentar alguna generalización en este sentido, aunque en las trayectorias delictivas de Arrúas y Linares la parentela indígena parece haber operado como un frente de parientes reproduciendo prácticas arraigadas entre los araucanos. Deberíamos pensar también en la forma en que las tradiciones indígenas de las que los mestizos eran posiblemente portadores, se activan en estas particulares circunstancias. Recordemos a modo de ejemplo, que en la sociedad araucana el enfrentamiento y el conflicto entre parcialidades robustecía los vínculos familiares y las alianzas, en tanto que las parentelas se unían de modo más o menos estable para enfrentar al enemigo, como nos advierten las descripciones etnográficas de Tomás Guevara.(40)
Reflexiones finales
Escondidas en la urdimbre de las fragmentarias historias que hemos reconstruido a través de varios expedientes judiciales y de una lectura cualitativa de las actas de bautismo de tres parroquias de la campaña de Buenos Aires, están las mujeres (y con ellas sus hijos, sus esposos y concubinos, sus compadres y su parentela). Aunque sus voces se dejan oír muy débilmente, sus prácticas son cruciales pues ellas articulaban vínculos cercanos o distantes, débiles o fuertes, temporarios o perdurables, configurándose en el nexo de un denso entramado de redes de parentesco. Esas mujeres indias o blancas ex cautivas fungían como puentes y su borrosa (aunque elocuente presencia) revela una vez más a la frontera como un espacio impreciso y en muchos sentidos, imaginario.
La escasa información de la que disponemos respecto de casos como el de Juan Blas y Joseph Paz, donde la activación de las redes de parentesco tenía lugar entre los parientes que vivían en el mundo hispano-criollo y no en los toldos, como en la mayoría de los casos analizados aquí, no nos permite ensayar interpretaciones generales. Sin embargo, lo interesante de este episodio particular es que estos hermanos indios dados a la fuga también activaron relaciones con parientes en línea materna. De igual modo, entre los mestizos hijos de india y criollo, cuando el parentesco aparece en los documentos se trata exclusivamente de redes tejidas a partir de las mujeres. No se nos escapa que esto puede deberse a la naturaleza de la información que utilizamos. Al tratarse de crímenes y delitos es más plausible que los mestizos buscasen una vía de escape en los toldos y para ello usasen los lazos de sangre y recurriesen a estrategias que encarnaban un sentido colectivo propio de las culturas indígenas, más que del mundo criollo de sus padres y sus padrinos. Los frentes de parientes, los amigos leales, las alianzas, permitían a muchos mestizos ampararse en tierra adentro utilizando redes y prácticas que eran indudablemente un legado de sus madres.
Más allá de cualquier discusión sobre la representatividad de los datos y las ambiciones de generalizar a partir de testimonios fragmentarios y lacónicos, las evidencias y los indicios revelan, por un lado, la importancia de las mujeres como actores sociales cruciales en la fluidez del contacto entre indios e hispano-criollos y en la configuración de un colorido universo de mestizaje biológic | En línea: | http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0524-976720070001000 [...] | Link: | http://humani.unsa.edu.ar/pmb/opac_css/index.php?lvl=notice_display&id=8325 |
[artículo] Vínculos mestizos : Historias de amor y parentesco en la campaña de Buenos Aires en el siglo XIX [texto impreso] / María Bjerg, Autor . - 2013. Idioma : Español ( spa) in Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani > Nº 30 (Año 2008) Nota de contenido: | Una rica literatura sobre las uniones de mujeres aborígenes con hombres europeos ha dado cuenta de las formas de mestizaje biológico y cultural que tuvieron lugar a lo largo de los siglos XVIII y XIX en las sociedades de frontera de América del Norte. El grueso de los trabajos ha centrado su atención en las compañías francesas e inglesas dedicadas al comercio de pieles en la zona de los Grandes Lagos y en el oeste y noroeste del actual territorio de Canadá.(1) Las experiencias de las mujeres indias en un mundo eminentemente masculino, la actitud de sus familias de origen, sus hijos mestizos y la relación con sus maridos y con el ambiente de las compañías peleteras han sido temas centrales de los estudios sobre estos matrimonios interétnicos en los que, lejos del estereotipo de una mujer dominada y victimizada, se ha destacado la imagen de un sujeto histórico activo que con frecuencia utilizaba su lugar entre medio de dos culturas (o de dos grupos de hombres con culturas diferentes) para mejorar su posición social. Se trataba, claro está, de mujeres cuyos roles primordiales se definían en su relación con los hombres: esposas, madres, hijas y trabajadoras. Empero, desde esos dominios la mediación de las mujeres indias incidió en el desenvolvimiento de la sociedad de frontera de la época, ya que al actuar como pasadoras culturales contribuyeron a la expansión y consolidación de las actividades económicas de los hombres y a la cohesión social de aquel mundo de europeos e indios. El casamiento con las indias no sólo era deseable por la razón más obvia, la ausencia de mujeres blancas, sino porque respondía a las demandas de la actividad económica de la región. Las alianzas matrimoniales cimentaban los vínculos sociales entre indios y comerciantes europeos influyendo de manera beneficiosa en el intercambio entre ambos grupos.
Varios de los estudios norteamericanos que han dedicado sus esfuerzos a comprender las relaciones interétnicas en el comercio de pieles han abrevado en fuentes abundantes y densas (2) que permiten observar en la larga duración los cambios en la sociedad y en el tipo de uniones y vínculos entre hombres y mujeres a través de las generaciones.(3) En el mundo pampeano todavía es escaso el interés por el estudio de las indias y su relación con el mestizaje biológico y cultural. Hace ya algunos años, un excelente trabajo de Miguel Ángel Palermo daba cuenta del papel económico de las mujeres pero se circunscribía a la sociedad indígena pampeano-patagónica.(4) Una lectura aguda de las fuentes le permitió al autor develar la relación de las mujeres con la propiedad del ganado lanar, su gravitación en la producción de textiles y su intensa participación en el mercado en el amplio arco temporal de fines del siglo XVI a mediados del XIX, un tiempo de cambios económicos y sociales en el mundo indígena del sur del actual territorio argentino. Aunque el trabajo no abordaba la vida de las indias más allá de la imaginaria línea que las separaba de la sociedad hispano-criolla, ofrecía información crucial sobre sus habilidades y su papel en nervios sensibles del sistema productivo de la sociedad de frontera en su conjunto. Pensemos, por ejemplo, en la importancia económica y ritual de los textiles, de cuya producción se encargaban casi exclusivamente las mujeres. Los ponchos, las mantas y matras, las fajas, las vinchas, eran piezas tan importantes como el ganado en las transacciones comerciales. Del telar de las indias salían las prendas que vestían los moradores del mundo indígena pero también del hispano-criollo de la campaña de Buenos Aires, en donde transcurrió una parte de la vida de muchas de estas mujeres cuando los toldos de sus grupos se apostaban en las estancias o en las cercanías de los fuertes, o cuando ellas mismas se amancebaron con cristianos.
En este trabajo nos aproximaremos a los vínculos que gestaron un universo de mestizaje biológico y cultural. A diferencia de lo que ocurrió en la frontera del norte de América, en la pampa los testimonios sobre las mujeres indias son escasos y opacos. A partir de nuestras fuentes es difícil seguir en la larga duración las trayectorias de sus uniones con españoles y criollos, o indagar los cambios en las relaciones entre hombres y mujeres en el tránsito entre generaciones (verbigracia: de las madres indias a sus hijas mestizas). Nuestro propósito es iniciar una exploración del mestizaje observado, por un lado, desde las mujeres indias y sus relaciones sexuales y amorosas con hombres hispano-criollos y por otro, desde la indagación del parentesco simbólico como práctica social. Advirtamos desde ya que en este punto las mujeres se desdibujan puesto que, en general, en el compadrazgo, las figuras masculinas son las que parecen primar. Si bien es cierto que en la mayoría de los bautismos que analizamos, los cristianados tenían madrina y padrino, cuando ese ritual era evocado en el tiempo y la relación de parentesco llevada a la práctica, el vínculo parece tener lugar sólo entre hombres. Sin embargo, más allá de la ausencia o de la presencia tenue de las mujeres como parientes rituales, creemos que este abordaje de la familia y el parentesco puede iluminar desde un ángulo diferente las relaciones entre infieles y cristianos, que hasta ahora han sido analizadas a través del comercio, los tratados y la violencia expresada en malones o en intervención de fuerza militar hispano-criolla en territorio indio.
Sostener que la etnicidad influyó en la construcción de identidades en el mundo de la frontera, sea en el norte o en el sur del continente americano, es una aseveración que hoy día pocos estudiosos discutirían. Sin embargo, en paralelo a la dimensión étnica, el parentesco –una faceta todavía poco explorada– parece haber gravitado con similar fuerza en la construcción de nociones de pertenencia entre los pobladores del mundo de la frontera. En ese universo social volátil y de bordes imprecisos, las uniones sexuales ocasionales, los “matrimonios” de indias y cristianos y las redes mestizas de parientes y compadres influyeron en su compleja configuración. El comercio, el cautiverio, los desertores que se escapaban a vivir como renegados en los toldos, los indios amigos, las reducciones, los grupos aborígenes que se instalaban en las estancias criollas o en las cercanías de guardias y fortines, todos contribuyeron a su manera a integrar aquel mundo que fue escenario de diversidad social, racial y étnica. En él, las mujeres nativas que tenían su parentela en territorio indio pero que unidas con hombres “blancos” moraban en el mundo de los cristianos junto a sus hijos mestizos, deben haber fungido como puentes que unían lógicas culturales diferentes a partir de las cuales se forjaban identidades sociales y sistemas simbólicos.
Aunque cuando nos ocupemos de las mujeres, las indias (o chinas, como más regularmente aparecen referidas en las fuentes) estarán en el centro de nuestro interés; no podemos dejar de notar que las cautivas, mujeres “blancas” en tierras de infieles, también dieron forma a una lógica mestiza que aún permanece poco indagada. Empero, ellas no estarán en el centro de nuestra mirada –si bien las aludiremos–. Las chinas en tierras criollas, mujeres de identidad borrosa en los documentos pero con un papel social crucial en la dinámica de la campaña, circulaban con fluidez a uno y otro lado del lábil deslinde que las fuentes oficiales y militares llamaban frontera, se amancebaban con cristianos, bautizaban a sus hijos y aunque moraban en la campaña de Buenos Aires mantenían un lugar en sus parentelas de origen. Conocedoras de los códigos de dos mundos, esas mujeres –y a través de ellas sus hijos– contribuyeron a la configuración de entramados de redes que desafiaban a la proximidad geográfica como la principal condición para la interacción entre los parientes. Abordado desde estas redes, el parentesco –de sangre o simbólico– se revela como un complejo de unidades móviles que se proyecta en espacios distantes y se activa de manera selectiva.(5)
Un primer conjunto de fuentes con el que intentamos seguir el rastro de esas indias y de sus parientes son los registros bautismales de tres parroquias en diferentes puntos y momentos de la frontera: Azul, Tandil y Bahía Blanca.(6) Se trata de documentos que tienen problemas de discontinuidad y en los que la rigurosidad de las anotaciones dependía de la diligencia del párroco y de su continuidad al frente de la congregación. Por ejemplo, el único libro de bautismos disponible para buena parte del siglo XIX en Bahía Blanca comienza en 1835 y contiene registros hasta finales de 1840. Entonces se produce un primer corte hasta 1856, se retoman las anotaciones sólo hasta 1860, cuando vuelve a comenzar una prolongada interrupción hasta 1884. En el caso de Tandil, los bautismos de las décadas de 1830 y 1840 están incluidos en los libros de Azul. El primer registro conservado en esa parroquia comienza en 1852 pero sufre varias interrupciones a lo largo de esa década. A las discontinuidades se suma el problema –más corriente en esta clase de documentos– del desparejo registro de la información. Por ejemplo, mientras en los años 1830 y 1840 el cura de Azul anotaba obsesivamente el color o la identidad étnica de los niños bautizados, en Bahía Blanca estos datos son difíciles de rastrear pues los sacerdotes los incluyeron de forma irregular.
Además de los registros parroquiales trabajamos con correspondencia de las comandancias de frontera y con expedientes de justicia de paz y criminal de primera instancia del juzgado de Dolores. Aunque los casos protagonizados por indios, criollos y mestizos no son abundantes, algunos expedientes judiciales(7) leídos en una clave que los indaga más allá de su sentido obvio (verbigracia: el estudio de la criminalidad o de la justicia) revelan la mediación cultural de las mujeres indias, de sus hijos y de su parentela. Este conjunto de documentos permite ampliar el escenario geográfico de análisis y observar las prácticas en perspectiva secular. Así, abordaremos casos de distintos puntos de la frontera tanto hacia el norte durante la segunda mitad del siglo XVIII, como hacia el sur a lo largo de los ochocientos. Hagamos dos salvedades. La primera, es que aunque el trabajo se concentra en el siglo XIX, los testimonios del dieciocho fueron tomados en cuenta para evaluar la continuidad de formas familiares y de parentesco en las zonas de vieja y nueva frontera. Como veremos más adelante, a medida que esa imaginaria línea se desplazaba hacia el sur, las prácticas y los desafíos del norte parecían replicarse de modo casi idéntico: intensa sociabilidad entre criollos e indios, escasez de mujeres “blancas”, un mercado matrimonial que Carlos Mayo caracterizó como “oligopólico y estrecho”,(8) uniones sexuales más o menos duraderas entre cristianos y chinas, mestizaje biológico y cultural, y preocupación de las autoridades de los fuertes por estos lazos de sexo y amor que ponían en riesgo el control de las tropas escasas, renuentes y a la expectativa de la ocasión propicia para desertar. La segunda salvedad tiene que ver con que el grueso de los indios y las indias que protagonizan las historias que relatamos pertenecían a grupos asentados en el territorio provincial o que moraban temporalmente en las cercanías de los fuertes. Se corresponderían entonces con los llamados indios “amigos” o su equivalente antes de que esta denominación tomara forma. No nos es ajeno entonces que el intercambio social y cultural entre aquellos indígenas y el mundo hispano-criollo fue más intenso que el que mantenían las parcialidades hostiles o aliadas. Ese será entonces el contexto a partir del que interpelemos a nuestras fuentes y en referencia al cual formulemos nuestras hipótesis, conjeturas y conclusiones.
La frontera en movimiento. Entre los tratados y las prácticas
Durante las últimas dos décadas los estudios sobre la frontera pampeanopatagónica han despertado el interés de historiadores y antropólogos cuyos esfuerzos han resultado en una nutrida producción de artículos y libros que, en términos generales, coinciden en caracterizar a la frontera como un terreno de encuentros, intercambios y mestizaje. La movilidad de la imaginaria línea militar entre la sociedad indígena y la hispano-criolla ha sido otra de las características destacadas por los estudiosos de ese espacio de contacto. Sin embargo, en los avances y retrocesos que tuvieron lugar durante buena parte de los siglos XVIII y XIX, esa movilidad parece haberse desarrollado, al menos, en dos niveles no siempre coincidentes. Por un lado, el diplomático y por otro, el de las prácticas cotidianas de los moradores de zonas fronterizas.
No han sido pocas las miradas que basando sus análisis en documentos diplomáticos tendieron a esquematizar las relaciones interétnicas organizando una cronología jalonada por etapas excluyentes de conflicto bélico y de acuerdo de paces. De esa suerte, entre mediados de los años 1730 y 1785 las relaciones entre hispanocriollos e indios se habrían caracterizado por un estado crónico de guerra intermitente y una intensa militarización de la sociedad indígena. Este violento escenario fue reemplazado por uno mucho más pacífico sustentado en los intercambios comerciales, la eficacia del sistema de defensa borbónico y la voluntad política de acercamiento de las autoridades hispanas a las indígenas mediante el reconocimiento de la autoridad de algunos caciques, los pactos y la entrega de regalos. Sin embargo, la primera década revolucionaria sellaría el fin de ese tiempo de paz dando inicio a una nueva época de enfrentamiento.
En los años 1810 las demandas de la guerra revolucionaria frustraban toda iniciativa de avanzar sobre nuevas tierras. Empero, hacia 1820 la expansión y la definición de una política de frontera se convirtieron en dos preocupaciones claves del gobierno y de los hacendados bonaerenses. En aquellos años, el incremento de la actividad ganadera se desarrolló a expensas de la ocupación informal de tierras de pastoreo ubicadas más allá de la línea oficial. Esto condujo a un enfrentamiento creciente e ininterrumpido con los indígenas, de modo que la guerra se prolongó por lo menos hasta la campaña de Rosas en 1833, con la que se inauguró un largo interregno de conciliación sustentado en el comercio pacífico y en la política de indios amigos. Con la caída de la administración rosista, durante la cual el Estado provincial había monopolizado los contactos interétnicos, financiado la política indígena e incorporado nuevas tierras, retornó el conflicto. Se inauguró entonces una larga época signada por los desencuentros y la belicosidad que terminaría con la ocupación militar del territorio indígena recién a fines de la década de 1870.
Al margen de estos abruptos desplazamientos y de los acuerdos diplomáticos que los regulaban, estudios recientes han advertido sobre los problemas que entraña una mirada que centra su atención exclusivamente en las negociaciones interétnicas interpretando las relaciones a través de la paz y o de la guerra como formas excluyentes de contacto o de falta de él. Ese contacto no sólo no habría estado determinado por el conflicto o el acuerdo, sino que tampoco parece haber seguido un patrón homogéneo puesto que, por ejemplo, no todas las parcialidades indígenas se sumaban a la guerra contra el blanco, o al contrario, no todas se mostraban dispuestas a sellar paces. La dimensión cotidiana de las relaciones interétnicas mantuvo una dinámica propia y su estudio revela la permanencia de relaciones pacíficas aun en tiempos de conflicto. De esa suerte, el enfrentamiento bélico no habría interrumpido el fluido tráfico comercial y de personas a uno y otro lado de la imaginaria línea que dividía a la campaña de Buenos Aires. Las normas y formalidades que regulaban (o pretendían regular) las relaciones eran continuamente desafiadas por las prácticas de las partes en contacto. Las redes y los vínculos personales son las claves para comprender cómo, lejos de acuerdos protocolares o de ruptura de las paces, los moradores de la frontera vivían de un modo menos intenso la paz o el conflicto pues sus mundos de relación se basaban en tratos personales y códigos cotidianos.(9)
En este sentido, nuestro estudio intenta dar cuenta de la forma en que los vínculos sexuales y amorosos de las mujeres indias y los hombres hispano-criollos, o los rituales de compadrazgo que comprometían a través de la entrega de un hijo en bautismo a cristianos e infieles, tuvieron continuidad en la sociedad de frontera y no parecen haber sido afectados crucialmente por los quiebres de las relaciones interétnicas que revelan las fuentes diplomáticas. En tiempos de paz o en época de guerra, el amor, la pasión, la maternidad/paternidad o el padrinazgo lograron sostener una dinámica propia.
Aunque, como advertimos antes, este trabajo se ocupa de la sociedad de frontera en el siglo XIX, nos parece adecuado comenzar con algunos ejemplos rescatados de la correspondencia de los comandantes de la frontera norte de la provincia de Buenos Aires en la última mitad del siglo XVIII. Allí, las relaciones matrimoniales y de parentesco que vinculaban a criollos, indias, indios y mestizos se revelan de manera irregular pero elocuente en una trama documental rica y compleja. Lo primero que llama la atención en las fuentes es la preocupación de las autoridades militares de los fuertes por las relaciones sexuales o las uniones informales entre cristianos y mujeres indias que involucraban a soldados de sus guarniciones. La correspondencia de los fuertes del Zanjón y Chascomús revela una intensa relación entre “infieles” y “cristianos” y un contacto fluido a través de la vía más conocida, el comercio, pero también por medios menos indagados como la residencia de toldos en las inmediaciones de las guardias y la sociabilidad que la población criolla mantenía con sus circunstanciales vecinos indígenas.
Hasta mediados del siglo XIX era corriente que los indios pasasen largas temporadas cerca de las guardias y fuertes de la campaña de Buenos Aires. Las fuentes ofrecen numerosos ejemplos que nos aproximan a esa experiencia de contacto que, por cierto, tenía varias facetas. Abordemos un elocuente testimonio de la comandancia de la Guardia del Zanjón a mediados de los 1700, cuyas inmediaciones solían estar “plagadas de grupos de tierra adentro y de las reducciones de por aquí que llegan a practicar sus comercios”. Entrada la primavera de 1758 el sargento mayor Clemente López le dirigía una carta al virrey en la que respondía a su requerimiento sobre “la clase de indios que paran en aquel destino”. Se trataba, decía López, de “los de la Reducción de los Padres (10) y que los más son chinas y chusma”. Aunque se acercaban al lugar a comerciar, al sargento le preocupaba que “prolongan la estancia de sus toldos acá, beben aguardiente y dan mil pendencias”. Empero, lo que más desasosiego causaba al militar era que las chinas “dan mucha inquietud en los soldados [...] que en la noche se escapan a los toldos que están como a media cuadra de nosotros a beber y a hacer sus impudicias y no puedo estar en continuo velándolos, que como cada uno vive en su ranchillo por estar el cuartel caído no puedo tenerlos juntos y se van con los indios y las chinas que están causando mucho perjuicio en esta Guardia...”. López sugería que dado que había “como setenta o más, casi la mayoría muchachotes y chinas jóvenes”, lo mejor era alejarlos del fuerte y repartir “a toda esa chusma en las estancias y como criadas a las chinas [...] menos a dos de ellas que entienden nuestra lengua y la de los teguelches que podrían quedarse por su utilidad y al ser pocas se las puede mantener alejadas de los soldados que no creo que causen desorden”.(11) Diez años más tarde el problema persistía. En una nota de fines de 1768 el mismo sargento ordenó el arresto del soldado Joseph Ignacio Báez por “concurrir todas las noches a un toldo de los Indios que están en esta Guardia teniendo indicios de su concurrencia en perjuicio y ofensa de su Divina Majestad [...] se pone a tomar aguardiente y sospecho que anda de juerga con las chinas que habitan en la ranchería y que terminan con hijos de estos soldados”.(12)
Sin dudas, el amancebamiento con indias fue un fenómeno extendido y ocupó a las autoridades militares de los fuertes a lo largo de la sociedad de frontera de modo parecido al que reflejan los testimonios de la Guardia del Zanjón. Veamos lo que ocurría en abril de 1781 en Carmen de Patagones. El comandante Francisco Viedma castigó a un ayudante de herrero, a un marinero y a un peón por haberlos encontrado reiteradamente en los toldos de las cercanías durmiendo con unas chinas, a pesar de que esa práctica estaba expresamente prohibida. Para que escarmentasen, los imputados fueron condenados a medio año sin sueldo bajo apercibimiento de que si reincidían se les quitaría la ración diaria, se les doblaría la pena y se los trataría como presidiarios.(13)
Destinar a los indios a estancias y familias de la zona, tal como sugería el sargento Clemente López en la nota citada más arriba, no parece haber sido muy eficiente para poner a los soldados a salvo de las tentaciones que despertaban las indias. En el caluroso verano de 1767, el apasionado soldado Antonio Lozano raptó a una chinita que hacía varios meses estaba en custodia de doña Bernabela Barreiro, una vecina de Magdalena. La mujer reclamó a las autoridades del fuerte porque sus esfuerzos por “catequizar y educar a la infiel en la Santa Fe Católica [...] haciéndola cristiana y vistiéndola” resultaban vanos ahora que la india estaba en poder de su amante. Pedía “la suplicante que le fuese restituida la china o que por piedad se le entregase otra [...]” en compensación de los gastos que ésta le había ocasionado. Según los dichos del sargento López, la mujer se presentó “enfurecida en esta guardia y en mi presencia y la del auditorio procedió a quitarle los pocos trapitos que la china tenía encima dejándola en cueros, diciéndole que la vistiese quien la quería [...]”. No sabemos qué desenlace tuvo esta trama más allá del contenido de una esquela del sargento al virrey donde el primero confesaba su incapacidad para controlar a los soldados cuando “chinas como esta se les entregan de propia voluntad”.(14)
Casi cien años después de la acalorada reacción de doña Bernabela Barreiro, un expediente judicial de Azul pone de manifiesto una dimensión mucho más violenta de la pasión y presenta una intrincada relación que involucraba a una india, un mestizo y un criollo, pero también al mismísimo cacique Cipriano Catriel y al ilustre ex cautivo Santiago Avendaño.(15) Según los términos del sumario levantado por el juez de paz en el invierno de 1872, Juan Burgos, “hijo de criollo y de una china de los toldos de Catriel”, junto a un indio y “un soldado cristiano” de la misma tribu habrían herido de muerte a un criollo (peón de Avendaño) llamado Heraclio Romero. Cuando los reos fueron indagados, Burgos (de 25 años, casado, trabajador de campo y con el grado de Sargento en la tribu de Catriel) confesó haber sido el autor del asesinato al tiempo que dijo no conocer los móviles del mismo puesto que se lo había “ordenado el cacique en presencia del intendente de indios Avendaño” de quien Burgos era “asistente y peón”. Cuando los reos fueron trasladados a la cárcel de Dolores, el juez de primera instancia reclamó a su par de Azul las declaraciones de Catriel y Avendaño. En su testimonio, el cacique negó haber ordenado el asesinato de Romero y arguyó que “todo [había] sido obra de Burgos movido por los celos”. Avendaño ratificó esos dichos agregando que “es la voz pública que fue Burgos quien le dio muerte [...] porque su mujer le había sido infiel con el finado”.
La china con quien el acusado estaba casado también fue convocada a declarar, y si bien negó cualquier relación ilícita, confesó que conocía a Romero y que “él solía venir siempre a la casa cuando Burgos se hallaba ausente con pretensiones de tratar con ella, que Burgos supo de las visitas y la castigó [...] ya ni quería el mate que le cebaba, pero que nunca habló de matarlo [...]”. En la ampliación de la indagatoria, Burgos contradijo el testimonio de su mujer y confesó su responsabilidad en el homicidio al afirmar que varias veces “la pillé siéndome infiel con Romero y por motivo de los celos fue que lo maté...”. El mestizo agregó un detalle que expresa las diferentes tramas de significado en las que la victima y el victimario estaban insertos a pesar de haber compartido un espacio de trabajo y vecindad. Aunque es posible que se tratase de una estrategia sagazmente sugerida por la defensa, la declaración desvela la existencia de un orden de significados dual cuando Burgos señala que “cada vez que la encontraba con Romero creía que quería robársela [...] que cuando se trata de una mujer en los toldos no es como entre los cristianos: que para tomar ellos una necesitan regalar a toda la parentela y que si Romero hubiese tenido algo y le hubiese querido comprar la mujer, se la hubiera dado, pero que como nada tenía y quería robársela, lo mató como se acostumbraba entre ellos”. Es difícil evaluar si Romero efectivamente conocía aquellos códigos aunque su relación con el mundo indígena parecía bastante estrecha (amante de una china, peón de Avendaño, conocido de Cipriano Catriel), o cuánto valoraba Burgos el respeto a la convención cultural de la que hablaba.
Es materia conocida que entre los indígenas del sur del actual territorio argentino, el matrimonio constaba del rapto ficticio y del rescate. Después que el pretendiente había capturado a la mujer, debía pagar al padre o al hermano de la novia la deuda contraída por arrebatarla. Esta práctica podía reducirse sólo a la compra de la mujer acordada entre el novio y el padre de la novia, sin que mediase el rapto. El valor de la desposada se cubría con animales, objetos de plata, bebidas y dinero. Lo obtenido se distribuía proporcionalmente entre los miembros de la familia y en ocasiones entre los amigos más allegados. En uno u otro caso, sea que el matrimonio pasase por las dos instancias rituales del rapto y el pago de la dote, o que se redujera simplemente a la compra de la novia, la familia y la parentela tenían un importante papel material y ritual. Incluso, cuando el rapto no era ficticio, sino que se arrebataba a la mujer porque la unión no era consentida por su padre, el pretendiente corría el riesgo de que todo un frente de parientes tomara las represalias contra él.(16)
Volviendo ahora al caso que nos ocupa, es muy probable que Burgos apelase a la evocación de estos rituales de tierra adentro sólo como un recurso para amenguar la pena, pero aún así, lo revelador de esta declaración, con la que se cierra la instancia indagatoria de un enmarañado proceso, es la manera en que la evocación de la diferencia cultural expresa el carácter empírico de los sistemas simbólicos.(17)
A partir de un orden cultural performativo los sujetos históricos construyen creativa y pragmáticamente sus discursos. En el caso de Burgos –y seguramente de su abogado defensor– se pusieron en diálogo el sentido cultural y la referencia práctica en cuya dialéctica se inscribían las formas de acción en un mundo como el de la frontera pampeana, donde entraban en contacto culturas diferentes.(18)
Historias de hijos, ahijados y parientes
Hasta aquí hemos acudido a fuentes que nos ofrecen indicios sobre la profusión de relaciones sexuales entre indias y cristianos. Ahora abordemos esas uniones a partir de sus frutos, los hijos mestizos y las redes de parentesco que se tejían a partir del nacimiento y el bautismo de esos niños. Comencemos por hacer un par de salvedades sobre las fuentes. Más arriba decíamos que las parroquias de Azul, Tandil y Bahía Blanca proveen parte de la evidencia a partir de la cual emprendimos la exploración del mestizaje biológico y cultural. Sin embargo, éstas no fueron las únicas zonas de frontera a las que circunscribimos nuestra búsqueda. En un principio realizamos una selección más amplia que incluía a dos regiones cercanas al río Salado: San Miguel del Monte, una guardia de antiguo poblamiento, y Dolores, un fuerte fruto de los primeros desplazamientos de la frontera más allá del límite natural del río. En el primero de estos sitios las actas de bautismo se conservan desde 1811, y en el segundo desde 1831.(19) Sin embargo, en la mayoría de los casos, ya desde principios del siglo XIX muy pocas ceremonias involucraban a indios y mestizos. Mirada a través de los libros parroquiales, la población de estas comunidades de viejo asentamiento parece haber perdido la diversidad racial, étnica y cultural propia de las áreas de frontera. La heterogeneidad se ha desplazado hacia el sur donde, como veremos, el contacto cotidiano entre indios y blancos se mantiene incluso más allá de mediados del siglo XIX.
Pero dejemos este problema en espera de indagaciones futuras y pasemos a la segunda salvedad, en este caso referida a la representatividad de las fuentes. En relación con el total de bautizos asentados en las parroquias de Azul, Tandil y Bahía Blanca, el porcentaje de indios y de mestizos no supera el 10 por ciento de las ceremonias entre principios de la década de 1810 y fines de 1860. Empero, más allá de estos guarismos, creemos que las ceremonias son elocuentes del proceso de mestizaje biológico y cultural y de la presencia de mujeres indias (y de criollas que había convivido con nativos durante su cautiverio) en las zonas de nuevo poblamiento. Un matiz de la sociedad del sur de la campaña que, como sugeríamos antes, no se advierte en los documentos disponibles para las regiones del norte del río Salado. Por su parte, la utilización cualitativa de los bautismos permite evaluar las mutaciones en la composición social y étnica de la frontera durante la segunda parte del siglo XIX. Así, a medida que avanzamos hacia finales de los años 1860, se hace cada vez más notoria la merma de los bautismos de indios y mestizos a favor de los de hijos de inmigrantes europeos. Más adelante volveremos sobre este tema.
Un dato revelador en las actas es la manera en que las madres nativas eran identificadas. Aunque, como señalamos antes, la rigurosidad en la anotación de los datos filiatorios, étnicos y de color es despareja, los curas compartían la práctica de desdibujar la identidad de las indias refiriéndose a ellas por su nombre de pila o simplemente como “chinas” o “pampas”. De esa suerte, el 20 de febrero de febrero de 1838 el cura de Azul bautizaba en Tandil a “Isabel [...] una niña de dos años color pardo hija de Juan Lima, cristiano de esta vecindad y de María una china infiel”. Unos meses más tarde, el mismo cura registraba el bautismo de “José Carmen [...] tres meses hijo de José Moya y de una china”.(20) Las escasas ocasiones en que las indias recibían el mismo trato de las blancas era cuando estaban bautizadas. Sólo entonces en el acta se registraba su nombre completo. Así ocurrió con María Ocampo, una “china cristiana” que había tenido un hijo con el criollo Juan Correa, al que bautizaron con el nombre de Eulogio el 10 de julio de 1840 en la parroquia de Azul.
Dejemos por un momento a las indias para indagar lo que ocurría con sus pares criollas que habían pasado parte de su vida cautivas en las tolderías. El tema será abordado de forma puntual y con referencia a un conjunto de información que proveen los registros de bautismo de Bahía Blanca entre 1835 y 1839. En esos años inaugurales de la parroquia, se advierte un fenómeno que luego no se repetirá en igual dimensión: la presencia de numerosas mujeres identificadas como criollas y cautivas, de niños mestizos “nacidos en cautiverio” y de hijos de soldados y ex cautivas. Creemos que esta presencia se relaciona con el conocido rescate de la campaña del gobernador Juan Manuel de Rosas en 1833 y 1834 en la que se liberó a más de seiscientos cautivos, en su mayoría mujeres e infantes.(21)
Aunque el cautiverio femenino despertó el interés historiadores y críticos literarios,(22) aún es poco lo que conocemos sobre el destino de aquellas mujeres después de su regreso a la sociedad criolla. ¿Cómo se insertaron? ¿Qué pasó con sus hijos mestizos? ¿Pudieron entablar nuevas relaciones amorosas? Los indicios de los que disponemos aquí, por supuesto, no son suficientes para responder a estas preguntas, aunque estas historias particulares nos sugieren posibles caminos de indagación del problema. Revisando los bautismos de Bahía Blanca encontramos, por un lado, a numerosas mujeres solas que habían tenido hijos durante el cautiverio y que volvían del rescate con esos retoños de su relación íntima con los hombres del mundo de los infieles. En general, declaraban haber vivido en los toldos desde su niñez y no saber quiénes eran sus progenitores de los que posiblemente habían sido separadas en la captura. Este fue el caso de Catalina Rivera, que bautizó a sus dos hijos, Petronilo y Ramiro, en noviembre de 1835. Ambos niños habían nacido de “padres infieles” durante el cautiverio, el primero en 1828 y el segundo en 1832. En esa misma ceremonia, recibió “los santos oleos” Juana María, una “parda nacida en territorio de Guaminí en 1828 [...] hija de padre infiel no conocido y de la señora Hipólita Suárez, rescatada de su cautiverio en 1832”.
Por otro lado, aparecen numerosos casos de cautivas que tenían hijos con soldados criollos integrantes de batallones apostados en el fuerte de Bahía. Aunque por ahora sólo es una conjetura, nos parece sugestiva la idea de que se tratase de hombres que habían participado de los rescates o en cuyo destacamento de frontera habían recalado las cautivas para cumplir, entre otras cosas, con las formalidades de la declaración que regularmente debían prestar ante las autoridades de los fuertes.(23) Quizá allí nacían relaciones que daban por fruto a estos niños que no eran mestizos pero cuyas madres habían vivido una intensa experiencia de mestizaje cultural. Ese fue el caso de Dionisio Marciel, de un mes de vida, bautizado en la Navidad de 1835, que había nacido de la unión de Josefa M., “cautiva de los infieles desde su niñez [...] rescatada a principios del año [...]” y del soldado del regimiento del fuerte bahiense, Juan D. Marciel”. Es posible que la inserción de mujeres como Josefa M. en la sociedad criolla haya sido menos traumática que para ex cautivas como Catalina Rivera o Hipólita Suárez, quienes volvieron del “desierto” acompañadas de los hijos que habían tenido con los indios.
Entre agosto y noviembre de 1835 se celebraron tres bautismos colectivos de niños cuyas edades oscilaban entre los cuatro y los trece años. Se trataba de ex cautivos rescatados en territorio indígena que eran inscriptos como “blancos” hijos “de padres incógnitos”. Lo peculiar de estos bautismos es que los padrinos, en su mayoría vecinos de Bahía Blanca y militares y soldados del regimiento de Dragones del fuerte, adoptaban a estos niños. Más allá de este caso particular, las actas de bautismo de los diferentes puntos de la frontera que hemos trabajado revelan a la adopción de ex cautivos y de indios como una práctica bastante difundida en la campaña de la primera mitad del siglo XIX.
De esa suerte, en el fuerte de Carmen de Patagones era corriente el bautismo de niños indígenas “rescatados y comprados” –según rezan las actas parroquiales– por lugareños que luego los incluían en sus unidades domésticas, posiblemente en calidad de criados. Este último aspecto todavía necesita de indagación, mas lo cierto es que algunos personajes de aquella comunidad de la frontera sur llegaron a tener en su posesión y con su apellido decenas de indios “rescatados”, una práctica que no hemos observado en ninguno de los otros puntos de la frontera cuyos registros parroquiales estudiamos. Rituales como el que citamos a continuación se repiten con insistencia durante la primera parte del siglo XIX. El 13 de julio de 1804 el cura de la parroquia, Fray Miguel González, bautizó en presencia del comandante y “demás testigos” a un “indiecito de nación Auca, de seis años que fue vendido por el indio Antonio de nación Tequelchú quien no supo dar razón de sus padres por haberle hecho esclavo en guerra entre las dos naciones [...]”. El niño había sido “rescatado y comprado” por el marinero del rey, Joseph Domingo González, a quien “no (había) movido otro fin que sacarlo de la infidelidad y que siga nuestra Santa Fe Católica”. Entre las formalidades del acto, quien rescataba a estos indios debía reconocer ante las autoridades religiosas y militares que el niño era “libre por naturaleza”. Los infantes eran apadrinados por vecinos del lugar e integrados de algún modo a la familia del “comprador”, de quien, como decíamos antes, tomaban el apellido.(24)
De la difusión de esta práctica también da testimonio el censo de 1836 que contiene un apartado especial para el registro de la población india “rescatada” residente en el pueblo de Patagones. Más de ciento cincuenta indios entre varones y mujeres fueron anotados en esta categoría en una sección especial del padrón. Algunos de los apellidos se repiten en numerosas ocasiones. Así, Crespo aparece cuarenta veces, Real o Rial, Guevara y Burgos poco menos de veinte, o Piedrabuena en una decena de ocasiones.(25) Aunque no es posible saber si todos los que llevaban el mismo apellido residían en la misma unidad doméstica, ni quién los había rescato, podemos conjeturar que los que compartían el apellido habían sido “rescatados y comprados” por la misma persona. En cualquier caso y más allá de sus lugares concretos de residencia y de sus funciones, lo atractivo no es sólo la peculiaridad de la práctica sino el hecho de que la inclusión de estos niños nacidos y parcialmente socializados en suelo indígena constituye un indicador más de la incidencia de los diversos registros de mestizaje que expresaban la dinámica social y cultural de la frontera.
Otro aspecto que merece atención es el cambio de la composición étnica de los bautismos que comienza a observarse en las parroquias de Azul, Tandil y Bahía Blanca hacia finales de la década de 1850. Mientras en los años 1830 y 1840 la mayoría de las ceremonias involucraba a niños “blancos” fruto de uniones formales o informales de parejas de criollos, seguido por indios (tanto infantes como adultos) y, en menor proporción por mestizos; cuando nos adentramos en la mitad del siglo, este cuadro se vuelve más complejo debido al ingreso de los inmigrantes europeos al escenario social de frontera. Franceses, españoles, vascos, irlandeses e italianos comenzaban a tener una presencia cada vez más notoria en los registros. Se trata de unas décadas de transición donde estos grupos de inmigrantes tempranos todavía eran minorías étnicas en una población mayoritariamente criolla. Paralelo al incremento de los bautismos de hijos de padres europeos, hay una disminución de los de mestizos e indios, pero se trata de un proceso muy gradual. Las páginas de los libros parroquiales devuelven la imagen de una sociedad variopinta, rica y compleja en la que convivían sujetos históricos con experiencias culturales muy diversas y en la que el concubinato y la ilegitimidad marcaban la pauta de las uniones, tal como lo han destacado los estudios sobre historia de la familia en el Río de la Plata.(26) De esa suerte, en una misma ceremonia es posible encontrar, como lo revela el ejemplo que sigue, a un matrimonio de inmigrantes, a una pareja de indios “infieles” y a otra de concubinos criollos cristianando a sus hijos y compartiendo un bautismo masivo de indios adultos.
El 10 de septiembre de 1856 acudió a la iglesia de Bahía Blanca el matrimonio Detapponi, el padre, un inmigrante originario de Lugano, y la madre, una joven de Valencia; bautizaron a Olga, su hija legítima de tres semanas de vida. En la misma ocasión fue bautizado Serapio García, un niño de dos meses hijo de madre y padre criollos “naturales de la provincia de Buenos Aires y avecindados en este punto”. En tanto que dos indios “amigos pero aún infieles” de las Pampas (sobre cuya identidad nada dice el registro), bautizaron a su hijo de tres años con el nombre de Remigio Sosa, cuyo apellido, como era costumbre, fue adoptado de la madrina, una vecina criolla llamada Luisa Sosa. La nota tónica de la ceremonia seguramente la dio el bautismo colectivo de una docena de indios de entre 15 y 35 años “de los toldos de los pampas amigos de tierra adentro”.
Esta actitud de los federalistas radicalizados encuentra buena parte de su explicación en el contexto guerrero imperante. Contexto que no sólo da la ocasión para este tipo de intervención sino que ofrece también algunas de las razones, que, precisamente, justificarían por qué resulta inoportuna la convocatoria a un congreso de carácter constituyente.
El bautismo ponía en contacto a actores que el mundo de la frontera, en teoría, separaba. Las madres indias, sus maridos cristianos, los curas de las parroquias y los padrinos. Entre estos últimos había una mayoría de criollos cuyas anónimas trayectorias oscurecen las razones de su entrada en compadrazgo con familias indias y mestizas. En este sentido, los “notables” de las pequeñas comunidades fronterizas cuyos nombres se repiten con insistencia entre los padrinos nos permiten especular sobre los motivos de su parentesco simbólico con aquellas familias. Dos ejemplos tomados de las actas de la parroquia de Azul sirven a manera de ilustración.
En numerosas ocasiones durante los años cuarenta y cincuenta, el comandante del fuerte Independencia, Rosendo Parejas, y su mujer, y los pulperos José Suessy y Narciso Domínguez con sus respectivas esposas, apadrinaron indios y mestizos. En sus memorias, Juan Fugl, un inmigrante danés que llegó a Tandil en 1848 y obtuvo de Parejas la donación de una chacra en las cercanías del fuerte, cuenta que a poco de llegado al pago, el comandante le sugirió que se ganase la vida recorriendo la campaña y los toldos de los indios para traficar cueros, plumas y cerdas que podía entregar en las pulperías de Suessy y Domínguez.(27) Parejas, que en este ejemplo aparece como un típico mediador de la frontera, seguramente mantenía una relación estrecha con la sociedad indígena, entre otras razones porque la autoridad militar del fuerte regulaba el negocio con los “indios amigos” en el que se basaron las relaciones pacíficas con algunas parcialidades indígenas durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Es conocido que parte de esa política consistió, en especial a partir de 1839, en asentar tribus amigas en la frontera o en las cercanías de los fuertes con el objeto de emplearlas como fuerza militar.(28) En este contexto, los comandantes eran los encargados de la entrega de raciones alimenticias –yeguas y vicios– a los indios. Esta práctica, junto a la creciente militarización que afectó a los indígenas en la última década de la gobernación de Rosas, ponía en contacto regular a las autoridades de los fuertes con los indios y a éstos con los comerciantes de la sociedad criolla. Aunque esos vínculos podían ser temporarios y laxos, en ocasiones eran tan cruciales para el desarrollo de la vida en la frontera que el parentesco simbólico a través del compadrazgo seguramente servía para afianzarlos volviéndolos más perdurables.
Indaguemos ahora las razones del padrinazgo más allá de las peculiaridades de la etapa rosista. La profusión de nombres de militares, terratenientes y pulperos de puestos distantes como la Guardia del Monte o el Fuerte de San Serapio Mártir en Azul apadrinando a hijos de indígenas o a indios adultos, podría responder a varias causas. Una de ellas, la solicitud del párroco. En general, las actas revelan que en algunas fechas del año (cercanas a las Pascuas o a la Navidad) se celebraban misas en las cuales numerosos indios (infantes y adultos) eran bautizados y compartían padrinos. Quizá se trataba de una ceremonia en la que el cura convocaba a las autoridades del fuerte y en la cual los feligreses más conspicuos eran invitados a oficiar de padrinos de este acto sacramental que los “emparentaba en el espíritu”, parentesco que quizá no tuviese continuidad ni consecuencias en el tiempo. Sin embargo, también es posible suponer que la elección de los padrinos se basara en relaciones preexistentes entre los indios y los criollos con los cuales el bautismo de los primeros sellaría de manera ritual el vínculo a través del compadrazgo. Ello podría contribuir a sostener y acrecentar los intercambios de ganado y de productos desde los toldos al mercado criollo o viceversa, y al mismo tiempo a asegurar la disponibilidad de indios como fuerza de guerra para la milicia criolla o mano de obra para las estancias de la campaña de Buenos Aires. Empero, miradas en una escala reducida se advierte que esas relaciones podían entrañar consecuencias no deseadas para ahijados y padrinos. Parece que esto fue lo que le ocurrió a Benito Machado, dueño de una prestigiosa carrera militar y política en la frontera sur.(29)
Pocos días antes de la Navidad de 1864, el estanciero Miguel Churruca fue asesinado de varias puñaladas en su estancia del partido de Azul. Las sospechas se cifraron en dos sujetos: el inmigrante francés Juan Casanova y un indio de nombre Mariano, aparentemente integrante de los toldos del finado cacique Juan Manuel Cachul. Los dos sujetos desaparecieron del pago pero mientras el rastro de Casanova se borró, el juez de Azul enseguida sospechó que Mariano se había refugiado en los toldos hacia donde el funcionario envió a un vecino del pueblo para que le tomase declaración, siguiendo una práctica que parecía habitual cuando debían dirimirse casos judiciales que involucraban a indígenas.(30)
Manuel Pino, un pulpero azuleño que mantenía tratos comerciales con la indiada de Cachul, fue comisionado para ese fin y regresó de tierra adentro con una declaración en la que Mariano se confesaba autor y ejecutor del asesinato mientras sindicaba a Casanova como su cómplice.
Una primera evidencia de la complejidad de este entramado de relaciones sociales, se nos revela cuando Mariano puso como condición para declarar ante el juez de paz la presencia de un cura para que lo bautizara. Cuando el párroco se apersonó, Mariano, que declaró ser un boleador que “cree tener treinta y tres años y está casado con una china”, no resultó indio, sino mestizo. Su madre, una pampa de los toldos de Cachul, lo había tenido de Juan Arrúas, un hacendado criollo de Tandil en cuya casa el imputado había vivido hasta la mayoría de edad. Entonces, Mariano y su madre abandonaron Tandil y “se fueron a vivir entre los salvajes”.(31)
A pesar de haber pasado tantos años en la sociedad blanca, Mariano afirmaba no ser cristiano y pedía ser bautizado antes de continuar con la declaración. Empero, esta aseveración (que seguramente no era más que una maniobra dilatoria) no satisfizo al cura que dijo saber que “los Arrúas han tenido muchos hijos de las indias Pampas y a todos los han hecho bautizar”. El párroco se preguntaba entonces si “¿se puede presumir que a este no le hubiesen cristianado teniéndole en su propia casa por tantos años?”. Ante la duda, Mariano fue obligado a completar su declaración sin cristianarse.
En la indagatoria ante la justicia de primera instancia, el reo dio una versión diferente de aquella que había recogido Manuel Pino cuando fue comisionado a los toldos por el juez de paz de Azul. Lo interesante aquí, sin embargo, son algunas de las contradicciones en las que Mariano incurre y la trayectoria de los hechos que traza en su declaración. En primer lugar, cuenta que cuando lo “prendieron” estaba comprando los vicios en una pulpería del fortín de Tapalqué, zona hacia la que se había internado después de haber reñido con Churruca cuando ambos estaban estaqueando unos cueros junto a un extranjero cuyo nombre dijo desconocer. Al parecer, Churruca recriminó con dureza su holgazanería y lo increpó de “mala manera” diciéndole que terminase rápido con su faena. En represalia a los rudos modos de su patrón (no era la primera vez que lo maltrataba de palabra), Mariano le preguntó por qué compraba tantos cueros ajenos sabiendo de los peligros que ese tráfico entrañaba. Parece que esto último caldeó más el mal ánimo de Churruca que respondió apaleando al peón. Para librarse de la agresión del enfurecido hacendado que le “rompió la cabeza”, Mariano sacó “un cuchillito que tenía en la bota y [le dio] una puñalada”: “estuve certero que quedó vivo así que me disparé para los toldos”, continuaba su declaración. Tiempo después, le habría llegado el rumor de que Churruca fue hallado muerto “con ocho o diez puñaladas [...] y pensé que de seguro se las habría dado el extranjero”.
Habiendo oído que lo acusaban del asesinato de su patrón y sabiendo que si los cristianos lo prendían iban a castigarlo con dureza, decidió acudir a la mediación de su “padrino el coronel Machado [para que lo] juzgase” y, si resultaba ser el autor de la muerte, “arreglarla pagándole al hermano del finado con unos caballos, estribos y espuelas de plata, ponchos y otras prendas”. Mas al comprobar que Mariano no era culpable y no habiendo aceptado el deudo de Churruca el arreglo, Machado “lo despachó” a los toldos donde pasó cerca de cinco años hasta que lo prendieron en Tapalqué.
Cuando el juez de Dolores libró un oficio pidiendo que el coronel se pronunciase sobre los dichos del reo, Machado negó todo lo declarado por su presunto ahijado. En noviembre de 1868, respondió en una esquela donde afirmaba que el hecho de sangre no había ocurrido en su tiempo (aunque había escuchado rumores de que el autor era un indio emparentado con las tribus de Tapalqué), que no recordaba ser padrino del imputado pero que sí había tenido trato con los Arrúas.(32)
Más allá de su costado anecdótico, el caso revela una abigarrada trama de relaciones sociales en las que se combinan el mestizaje biológico y cultural y el parentesco sanguíneo y simbólico de sujetos históricos habituados a moverse con soltura en una trama de significados densa y compleja en la que las relaciones familiares y de parentesco tenían un lugar clave. Desplazamientos en un vasto espacio, desde el mundo del trabajo, de la familia y de la justicia “criolla” hacia los toldos en tierra adentro, el territorio geográfico y simbólico que se abría una vez atravesada la frontera militar era un lugar en el que Mariano Arrúas, un mestizo hijo de una china y un hacendado, presumiblemente contaba con una red de parientes que le había legado su madre india. Sin embargo, ese no era un espacio cerrado a aquellos criollos que, a diferencia de su padre, no tenían parentela entre los “infieles”. Para extender su brazo más allá de la frontera, la justicia apelaba a mediadores como los comerciantes lugareños que habitualmente se adentraban en los toldos a traficar con los indígenas, como ocurría como Manuel Pino, el emisario del juez de paz que tomó la primera declaración indagatoria a Mariano. Para complejizar aún más el panorama, en la escena final del juicio se evoca el nombre de una figura dominante en el mundo de la frontera sur: el coronel Benito Machado. Es muy probable que, como lo sospechaba el cura de Dolores, el acusado mintiese al decir que no era bautizado y que su pedido de recibir el bautismo fuese sólo un artilugio para dilatar su declaración ante el juez. Tal como se advierte en la segunda parte de la indagatoria, Machado habría servido de protección a su presunto ahijado intermediando con la familia del occiso para descargar de responsabilidad a Mariano, que se presentó con “regalos” para compensar a los familiares del muerto a través de la difundida práctica araucana del pago como reparación exigido a una persona culpable de homicidio.(33) Es sabido que Machado mantenía intensas relaciones con parcialidades indígenas de Azul y que se servía de ellas, entre otras cosas, para reclutarlos como milicia. En su diario, Dorothea Fugl, una observadora privilegiada de las décadas finales de la sociedad de frontera, cuenta cómo tras la batalla de Pavón el coronel mitrista recién ascendido a “Jefe de la frontera Costa Sud”, desfiló con su tropa en Tandil tras el regreso victorioso del frente de combate haciendo gala de su poder. Entre sus filas, lo que más llamó la atención de esta joven mujer fue la nutrida presencia de indios en la retaguardia de la tropa: “[...] los oficiales que junto al jefe marchaban con magníficos y lujosos uniformes, además de la platería en las riendas, en los aperos de los caballos y en las espuelas. Todo esto seguido de grupos con ropas tan miserables que los hacían parecer forajidos. Pero había pequeñas divisiones de soldados, con mejor vestimenta y medias blancas largas. Por fin llegaban los indios que caminaban agachados, con sus cuerpos casi desnudos, su cabello largo y bien negro atado con una vincha de cinta o un pañuelo doblado. Algunos con una pluma metida en la vincha”.(34)
Aunque nuestras fuentes no nos permiten reconstruir de modo directo la relación de Machado con la familia india de Mariano, es posible que se tratase de una parcialidad con la que el militar contaba como potencial recluta, o con la que mantenía tratos comerciales. El parentesco ritual fue sin dudas una de las formas habituales de reforzar vínculos con los indios. De hecho, como lo señalamos antes, en las actas de bautismo de las parroquias de Tandil y Azul, entre los padrinos cuyos nombres más se reiteran se cuentan los comandantes de frontera y sus esposas, y entre ellos Machado está presente por lo menos en una docena de ocasiones apadrinando a hijos de criollos y chinas, o a indios infantes y adultos.
Otro ejemplo de padrinos notables es el de los estancieros. En los expedientes del juzgado de Dolores se encuentra un caso que involucró a Benito Miguens, uno de los terratenientes más poderosos del pago de Chapaleofú. Miguens, que había participado en 1826 de la batalla de los Toldos Viejos en las inmediaciones de Dolores en la campaña encabezada por el coronel Federico Rauch, era propietario –en sociedad con sus hermanos– de varias estancias en la zona cercana al fuerte Independencia(35) entre las cuales se contaba el establecimiento “Cinco Lomas” al que alude el expediente. A finales de octubre de 1836, el juez de paz de Tandileufú apresó en su intento de fuga a cinco pampas y una china de “la tribu del cacique Tretuel que tienen sus toldos en las inmediaciones de este Pueblo en una chacra del Coronel Don Ventura Medina” acusados de robo por una vecina de Tandil. Ninguno de los imputados tenía pasaporte para cruzar la frontera y sólo de la identidad de uno de ellos se ocupó la autoridad judicial, del indio que dijo llamarse Estanislao Pardo y declaró vivir en concubinato con una china en la estancia “Cinco Lomas”. Pocos días después del hecho, el juez de paz de Tandileufú, Don Manuel Rico, quien tenía presos a los sospechosos, recibió una nota de Benito Miguens en la que el estanciero se explayaba sobre la persona de Pardo alegando que creía “conveniente informar a usted a ese respecto en caso de que su prisión no sea por otra cosa. Este es un indio que [...] ha sido criado en la estancia del finado Don Juan Manuel Pardo que fue su padrino de agua y olios (sic) y de ahí ha tomado ese apelativo de Pardo [...] Para la revolución de Lavalle estuvo en el servicio de armas, más después estuvo trabajando con Don Benito Miranda y hace como seis meses que está en mi casa por ser pariente del Indio Pancho que está viviendo con su toldo en Cinco Lomas y también por ser el que suscribe padrino de agua y olios (sic) de la china Paula con la que Pardo está casado, lo que pongo en conocimiento para que halle por convincente”.(36)
Los casos que venimos de evocar revelan el parentesco simbólico y las redes que de él se derivan en la forma de una relación social orientada por el sentido de la dominación, donde la organización horizontal que implica el vínculo establecido al momento del bautismo por un padre que “da” a su hijo/a a un padrino, tiende a debilitarse adoptando un carácter más bien jerárquico (entre el padrino y su ahijado) cercano a un lazo clientelar. La distancia social que existía entre Miguens, Pardo y la china Paula, o la que mediaba entre el coronel Machado y Mariano Arrúas, sugiere la superposición del parentesco ritual con un conjunto de relaciones asimétricas y verticales que vinculan a sectores sociales diferentes.(37)
Mestizos, moradores notables de la frontera apadrinando indios o adoptando niños que habían sido socializados en el mundo indígena, cautivas que regresaban con sus hijos nacidos o criados entre los indios, configuraban una densa trama de vínculos de familia que se extendía a uno y otro lado de la frontera desafiando las distancias y que incluía a sujetos históricos que vivían cerca pero también a familias y parentelas no corresidentes pero estrechamente ligadas por consanguinidad en línea femenina. Estos lazos contribuían a articular relaciones entre distintos grupos a través de vastos espacios geográficos. De esa suerte, la familia y el parentesco podrían representarse como un conjunto de redes que se activaban selectivamente según las necesidades de una coyuntura determinada y que incluían a numerosos miembros vinculados en diferentes grados que se mantenían unidos aunque sus lugares de residencia estuviesen separados por grandes distancias.
La fuga de Manuel Linares es ilustrativa en este sentido. En enero de 1863, este joven mestizo, hijo de una china oriunda de Patagones y de un arriero criollo residente en el pueblo de Azul, asesinó de una puñalada al teniente Evaristo Naranjo en una pulpería del pueblo. Prófugo, las autoridades del fuerte de Azul suponen que ha ido a buscar refugio a Patagones, “adonde tiene mujer” y libran un oficio pidiendo su captura al juez de paz de aquel punto, quien con premura respondió que a los pocos días del hecho “algunos vecinos han visto a Linares”, pero que a comienzos del mes de febrero “salió en compañía de Chincoles para los indios de las manzanas adonde tiene parientes y hasta la fecha no ha vuelto”. Sin embargo, el juez todavía creía posible la captura porque “está amancebado con una china que vive en Patagones y no ha de tardar en regresar [...] que si así lo hace tenga U. certeza que no dudaré en aprehenderlo”.(38)
Este caso revela la importancia del parentesco para estrechar los vínculos a través de un espacio tan amplio como el que unían los tres puntos en los que transcurría la vida de Linares: Azul, donde vivían sus progenitores, Patagones, de donde era oriunda su madre y adonde el reo tenía a su concubina, y los indios de las manzanas, con los que estaba emparentado. Aquellos remotos destinos hacia donde se extendía el denso entramado de redes de parentesco en el cual Linares estaba inserto posiblemente fueron los que le salvaron de la captura, pues cuatro años después del crimen el caso fue cerrado porque las autoridades no pudieron dar con el prófugo.
Del mismo modo que los parientes en los toldos cobijaban a los indios y los mestizos que por diferentes razones debían abandonar el mundo hispano criollo, a este lado de la imaginaria línea de frontera las redes de parentesco se activaban más o menos de la misma forma cuando los pobladores de la sociedad indígena se afincaban entre los cristianos. Como cualquier inmigrante, para los indígenas que llegaban a la sociedad criolla era crucial la información y los contactos que sus parientes (de sangre o rituales) podían ofrecerle. Indios y mestizos afincados en las estancias de la campaña conseguían que sus patrones les dieran conchabo a sus hermanos, sobrinos o primos de tierra adentro. La siega aparece de modo recurrente en los documentos como una ocasión en la que los indios activaban las redes de parentesco y se movían hacia el mundo hispano-criollo para conchabarse por una temporada y luego, quizá, volver entre los indígenas o sumarse a la intensa movilidad que signaba la vida en el mundo rural de Buenos Aires. En el último cuarto del siglo XVIII el comandante de la Guardia del Zanjón andaba tras el rastro de Juan Blas y Joseph Paz, dos hermanos indios que habían venido de los toldos para la siega de 1774 “llamados por un tío que reside en la Conchas...pero que hace cerca de un año que ya no los ve [...] ha oído decir que andan por Los Manantiales donde otro indio hermano de la finada madre de los Paz”.(39) Estos hermanos se habían fugado del presidio de La Barranca. No siempre era posible o quizá deseable cruzar la frontera para huir de la justicia de los cristianos como lo hicieron Arrúas y Linares, los mestizos a los que nos referimos más arriba. Juan Blas y Joseph Paz habrían buscado refugio en la casa de Nicasio Ortega, otro indio que vivía en una estancia cerca de Samborombón, donde, tras una larga búsqueda, fueron apresados por los soldados del Zanjón.
¿Acaso estas historias nos sugieren que en los actos criminales o en las manifestaciones de hostilidad hacia personas externas al grupo eran asumidas como responsabilidad colectiva transformando a la parentela en un ámbito de auxilio y protección del inculpado? Con la evidencia de la que disponemos, por ahora es arriesgado intentar alguna generalización en este sentido, aunque en las trayectorias delictivas de Arrúas y Linares la parentela indígena parece haber operado como un frente de parientes reproduciendo prácticas arraigadas entre los araucanos. Deberíamos pensar también en la forma en que las tradiciones indígenas de las que los mestizos eran posiblemente portadores, se activan en estas particulares circunstancias. Recordemos a modo de ejemplo, que en la sociedad araucana el enfrentamiento y el conflicto entre parcialidades robustecía los vínculos familiares y las alianzas, en tanto que las parentelas se unían de modo más o menos estable para enfrentar al enemigo, como nos advierten las descripciones etnográficas de Tomás Guevara.(40)
Reflexiones finales
Escondidas en la urdimbre de las fragmentarias historias que hemos reconstruido a través de varios expedientes judiciales y de una lectura cualitativa de las actas de bautismo de tres parroquias de la campaña de Buenos Aires, están las mujeres (y con ellas sus hijos, sus esposos y concubinos, sus compadres y su parentela). Aunque sus voces se dejan oír muy débilmente, sus prácticas son cruciales pues ellas articulaban vínculos cercanos o distantes, débiles o fuertes, temporarios o perdurables, configurándose en el nexo de un denso entramado de redes de parentesco. Esas mujeres indias o blancas ex cautivas fungían como puentes y su borrosa (aunque elocuente presencia) revela una vez más a la frontera como un espacio impreciso y en muchos sentidos, imaginario.
La escasa información de la que disponemos respecto de casos como el de Juan Blas y Joseph Paz, donde la activación de las redes de parentesco tenía lugar entre los parientes que vivían en el mundo hispano-criollo y no en los toldos, como en la mayoría de los casos analizados aquí, no nos permite ensayar interpretaciones generales. Sin embargo, lo interesante de este episodio particular es que estos hermanos indios dados a la fuga también activaron relaciones con parientes en línea materna. De igual modo, entre los mestizos hijos de india y criollo, cuando el parentesco aparece en los documentos se trata exclusivamente de redes tejidas a partir de las mujeres. No se nos escapa que esto puede deberse a la naturaleza de la información que utilizamos. Al tratarse de crímenes y delitos es más plausible que los mestizos buscasen una vía de escape en los toldos y para ello usasen los lazos de sangre y recurriesen a estrategias que encarnaban un sentido colectivo propio de las culturas indígenas, más que del mundo criollo de sus padres y sus padrinos. Los frentes de parientes, los amigos leales, las alianzas, permitían a muchos mestizos ampararse en tierra adentro utilizando redes y prácticas que eran indudablemente un legado de sus madres.
Más allá de cualquier discusión sobre la representatividad de los datos y las ambiciones de generalizar a partir de testimonios fragmentarios y lacónicos, las evidencias y los indicios revelan, por un lado, la importancia de las mujeres como actores sociales cruciales en la fluidez del contacto entre indios e hispano-criollos y en la configuración de un colorido universo de mestizaje biológic | En línea: | http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0524-976720070001000 [...] | Link: | http://humani.unsa.edu.ar/pmb/opac_css/index.php?lvl=notice_display&id=8325 |
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