Título : | Historia del secreter | Tipo de documento: | texto impreso | Autores: | Zulema Usandivaras de Torino, Autor | Editorial: | Salta : EUCASA. Editorial Universidad Católica de Salta | Fecha de publicación: | 2009 | Otro editor: | Salta : Biblioteca de Textos Universitarios | Número de páginas: | 111 p. | Dimensiones: | 20 cm | ISBN/ISSN/DL: | 978-950-623-059-3 | Idioma : | Español (spa) | Clasificación: | Historia argentina Historia de Salta Narrativa argentina
| Clasificación: | A863.8242 U84 | Resumen: |
"Aquí un fragmento del diario que encontré en el secreter.
Desde el patio de casa pude contemplar emocionada aquella manta que, aún tinta de sangre, se mostraba allá arriba como un símbolo bendito de libertad. Se hizo la luz en mi alma, comprendí la grandeza de la causa, me compenetré de sus ideales y en un minuto supe lo que vale pelear para que la tierra nuestra sea bien nuestra, y un día nuestros hijos y los hijos de esos hijos puedan hacerla muy próspera y grande para que, soberana, se yerga altiva en el concierto de los pueblos que por su individualidad e independencia se llaman naciones.
Mi alma cayó entonces de rodillas y en muda plegaria di gracias a Dios, Nuestro Señor.
La capitulación de Tristán tiene la grandeza épica de un poema inmortal y algún día un feliz poeta lo sabrá cantar. El vencido, soportando con todo el peso del dolor de su derrota, entregó el sable con gesto digno y actitud marcial. Belgrano, con los brazos abiertos, lo estrechó afectuoso en un abrazo fraternal.
Al día siguiente de la batalla, se mandó celebrar un oficio religioso por los vencedores y vencidos que habían perdido su vida combatiendo con lealtad. Juntos salieron de la iglesia ambos soldados por su oficialidad y así entraron en la casa de Costas, donde se les había mandado invitar. Tras ellos entraron varias familias y pronto la reunión cobró aspecto de fiesta. Circularon las bandejas con pastas, empanadillas, turrones y confituras, mientras que en los vasos se escanseaba el mistela y saboreaban los sorbetes que, junto con el humeante caldo de gallina servido en taza de plata, iban suavizando los ánimos y haciendo el ambiente cordial. Mi abuelo había asistido por consideración a Tristán, pero permanecía apartado y cabizbajo en un rincón de la sala, sin poder dominar su disgusto interior.
Yo estaba allí, muy tiesa, sentada en una silla observando la escena como si perteneciese a un mundo irreal y mis ojos buscaban, con avidez, la silueta que presentía que iba a encontrar. A ratos una horrible congoja me asaltaba y de nuevo la esperanza volvía a renacer. El corazón me dio un vuelco, las mejillas se me tiñeron de rubor. Allí estaba él, afirmado contra una columna, como si le costara tenerse en pie, la cara sin sangre surcada por una nueva gloriosa cicatriz, con los ojos brillantes, como afiebrados, todavía iluminados por la alegría del triunfo del día anterior.
El general Belgrano, terminados los brindis, se acercó a Fernando; luego los vi departiendo con Tristán. Este último llamó por fin al abuelo y, aunque desde mi lugar resultaba imposible escuchar ni una palabra de la conversación, los gestos, no obstante mesurados como corresponde a personas de su condición, me permitieron adivinar el asunto que se discutía allí.
Abuelo debió pasar momentos muy amargos y una violencia superior. En aquel breve instante hubo de hacerse muchas consideraciones para tomar tan feliz determinación. Mas el ejemplo de los jefes, enemigos en la víspera, que se abrazan apenas terminan de pelear, la magnanimidad del gesto de Belgrano mandando enterrar juntos a vencedores y vencidos a cuya memoria hace plantar una cruz; la piedad cristiana que han puesto en todos sus actos y esa ausencia de rencores que les permite comer juntos y reunir a la sociedad entera en una fiesta como aquella, naturalmente obraron en el ánimo de mi abuelo y, claudicando a sus viejas razones, cedió.
Belgrano tomó a Fernando por el brazo y lo trajo hasta mí. Luego, adivinando mi turbación, quiso ser breve y me dijo con voz afable que jamás olvidaré:
—Señorita Álvarez, aquí le entrego sano y salvo al coronel García.
Confundida, levanté la vista. Mis ojos se encontraron con los de Fernando y desde aquel momento, entregados a nuestros propios problemas que iban solucionándose tan bien, ya no supe nada de aquella tertulia memorable para la historia y para mí."
| Link: | http://humani.unsa.edu.ar/pmb/opac_css/index.php?lvl=notice_display&id=26477 |
Historia del secreter [texto impreso] / Zulema Usandivaras de Torino, Autor . - Salta : EUCASA. Editorial Universidad Católica de Salta : Salta : Biblioteca de Textos Universitarios, 2009 . - 111 p. ; 20 cm. ISBN : 978-950-623-059-3 Idioma : Español ( spa) Clasificación: | Historia argentina Historia de Salta Narrativa argentina
| Clasificación: | A863.8242 U84 | Resumen: |
"Aquí un fragmento del diario que encontré en el secreter.
Desde el patio de casa pude contemplar emocionada aquella manta que, aún tinta de sangre, se mostraba allá arriba como un símbolo bendito de libertad. Se hizo la luz en mi alma, comprendí la grandeza de la causa, me compenetré de sus ideales y en un minuto supe lo que vale pelear para que la tierra nuestra sea bien nuestra, y un día nuestros hijos y los hijos de esos hijos puedan hacerla muy próspera y grande para que, soberana, se yerga altiva en el concierto de los pueblos que por su individualidad e independencia se llaman naciones.
Mi alma cayó entonces de rodillas y en muda plegaria di gracias a Dios, Nuestro Señor.
La capitulación de Tristán tiene la grandeza épica de un poema inmortal y algún día un feliz poeta lo sabrá cantar. El vencido, soportando con todo el peso del dolor de su derrota, entregó el sable con gesto digno y actitud marcial. Belgrano, con los brazos abiertos, lo estrechó afectuoso en un abrazo fraternal.
Al día siguiente de la batalla, se mandó celebrar un oficio religioso por los vencedores y vencidos que habían perdido su vida combatiendo con lealtad. Juntos salieron de la iglesia ambos soldados por su oficialidad y así entraron en la casa de Costas, donde se les había mandado invitar. Tras ellos entraron varias familias y pronto la reunión cobró aspecto de fiesta. Circularon las bandejas con pastas, empanadillas, turrones y confituras, mientras que en los vasos se escanseaba el mistela y saboreaban los sorbetes que, junto con el humeante caldo de gallina servido en taza de plata, iban suavizando los ánimos y haciendo el ambiente cordial. Mi abuelo había asistido por consideración a Tristán, pero permanecía apartado y cabizbajo en un rincón de la sala, sin poder dominar su disgusto interior.
Yo estaba allí, muy tiesa, sentada en una silla observando la escena como si perteneciese a un mundo irreal y mis ojos buscaban, con avidez, la silueta que presentía que iba a encontrar. A ratos una horrible congoja me asaltaba y de nuevo la esperanza volvía a renacer. El corazón me dio un vuelco, las mejillas se me tiñeron de rubor. Allí estaba él, afirmado contra una columna, como si le costara tenerse en pie, la cara sin sangre surcada por una nueva gloriosa cicatriz, con los ojos brillantes, como afiebrados, todavía iluminados por la alegría del triunfo del día anterior.
El general Belgrano, terminados los brindis, se acercó a Fernando; luego los vi departiendo con Tristán. Este último llamó por fin al abuelo y, aunque desde mi lugar resultaba imposible escuchar ni una palabra de la conversación, los gestos, no obstante mesurados como corresponde a personas de su condición, me permitieron adivinar el asunto que se discutía allí.
Abuelo debió pasar momentos muy amargos y una violencia superior. En aquel breve instante hubo de hacerse muchas consideraciones para tomar tan feliz determinación. Mas el ejemplo de los jefes, enemigos en la víspera, que se abrazan apenas terminan de pelear, la magnanimidad del gesto de Belgrano mandando enterrar juntos a vencedores y vencidos a cuya memoria hace plantar una cruz; la piedad cristiana que han puesto en todos sus actos y esa ausencia de rencores que les permite comer juntos y reunir a la sociedad entera en una fiesta como aquella, naturalmente obraron en el ánimo de mi abuelo y, claudicando a sus viejas razones, cedió.
Belgrano tomó a Fernando por el brazo y lo trajo hasta mí. Luego, adivinando mi turbación, quiso ser breve y me dijo con voz afable que jamás olvidaré:
—Señorita Álvarez, aquí le entrego sano y salvo al coronel García.
Confundida, levanté la vista. Mis ojos se encontraron con los de Fernando y desde aquel momento, entregados a nuestros propios problemas que iban solucionándose tan bien, ya no supe nada de aquella tertulia memorable para la historia y para mí."
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