Conflictos étnicos, nacionalismos y globalización[1]

José Miguel Naharro
Fac. Humanidades-unsa

Virginia E. Sosa
Fac. Humanidades-unsa

Primera parte: dos hipótesis sobre la globalización.

Sin descartar otras, es posible que haya al menos dos maneras de enfocar la cuestión de la globalización. Una es verla como la consecuencia inevitable de ciertos precipitados históricos cuya fuerza inexorable ha terminado por derribar sus últimos obstáculos sobre el fin del milenio. La otra, como una situación recién llegada cuyas consecuencias para los tejidos sociales existentes son, todavía, en cierta forma impredecibles.

La primera perspectiva es, sin lugar a dudas, la más difundida y, cosa curiosa, aglutina en su seno a las más diversas tendencias. Antiguos oponentes, como economistas liberales e intelectuales marxistas, militan cómodamente en ella. Aunque bajo signos distintos, ambos tienen la convicción de que el proceso hacia un mundo global no es nuevo. Que tiene una antigüedad de por lo menos cinco siglos y es el colofón lógico para el rumbo que tomara la economía occidental tras la gran expansión europea. Desde entonces -se argumenta-, la historia no es (o simplemente no puede ser) sino historia de las relaciones. Una historia donde un modelo social determinado, para unos saludable, para otros no, ha ido sustituyendo a su paso a todas aquellas alternativas con las cuales se enfrenta. La idea de un mundo globalizado donde todos los individuos pueden ser afectados por hechos y acontecimientos distantes puede ser reciente, pero basta volver la vista atrás para darse cuenta que desde aquel entonces se estuvieron gestando toda una serie de procesos que no se pueden interpretar sino como un verdadero preámbulo para lo que hoy se ha dado en llamar “Orden Económico Mundial”. Así, la explotación de riquezas de toda índole en el Nuevo Mundo español, el tráfico de pieles y esclavos en América del Norte, la conquista comercial de Oriente tras el mil setecientos y lo que fue el capitalismo desde sus fases más tempranas no harían sino marcar una tendencia cuyo sentido final recién ahora estaríamos en condiciones de vislumbrar.

Sin embargo, también existe otra posibilidad. Una posibilidad que no contradice esta evidencia histórica. Ni tampoco la tesis de los procesos múltiples interconectados, pero que en todo caso interpreta de modo diferente el mismo tipo de datos. Que tiende a ver a la globalización no como un fenómeno tan antiguo, sino como una instancia más bien reciente. Como un producto de condiciones que no fueron posibles sino hasta después de la Segunda Guerra cuando algunos de los elementos de los cuales se nutre y sin los cuales es difícil imaginar su existencia hicieron su aparición por primera vez. Y si no por primera vez, por lo menos con una configuración y una serie de relaciones que en todo caso sí serían absolutamente novedosas.

Una frase siempre citada de Dewey -y que curiosamente es difícil de ubicar- reza que la política es la sombra que el gran capital arroja sobre la sociedad. Pero en estos momentos, y quizás más que nunca, existe la sospecha de que aquello que vivimos no es sólo cuestión de política y economía. Tras haber anunciado su abolición definitiva, es probable que de todas maneras estemos asistiendo al mayor espectáculo ideológico de todos los tiempos. Cierto es que el muro de Berlín ha caído. También, que el colapso soviético es irreversible. Pero esto no significa, en modo alguno, que el mundo se haya globalizado en la medida que se pretende. Se puede aceptar sin inconvenientes que el cierre de pozos de petróleo en el Golfo Pérsico haga parar generadores en Ohio, que una balanza de pagos desfavorable a los Estados Unidos beneficie a las cuentas bancarias de Francfort o Yokohama y que países de Europa oriental produzcan desde hace décadas autos italianos;[2] pero lo que en todo caso es discutible es que estos ejemplos basten para definir fenómenos sociales con una dimensión plena y absoluta. Que representen no sólo relaciones económicas y políticas sectorizables, sino también verdaderos modos de convivencia. En este sentido, parece haber cierta ambigüedad al hablar de globalización. Una ambigüedad que no se compadece para nada con la correcta interpretación de la ecuación de Dewey. Las conveniencias políticas basadas en un cálculo racional de utilidades necesitan siempre de la sociedad, pero nunca -jamás- son iguales a ella. Obviamente, la globalización tiene un proyecto de existencia social. Sería ingenuo pensar que no. Sin embargo, también es lícito preguntarse cuál es su grado de concreción real. En qué medida es algo tan masivo como su autorepresentación pretende. Si como dice Ferrer podríamos incluso retrotraernos al período que va del siglo XV al XVIII, parece carecer de sentido que todavía aparezcan ciertos mecanismos de legitimación que en todo caso sí serían comprensibles (y explicables) en las etapas de afianzamiento inicial.

Es más, lo curioso de casi todas las opiniones que uno puede consultar al respecto es que afirmaciones que no se perdonarían en otros casos son resueltamente expuestas en torno a este. Por ejemplo, hablar ya de un orden global dentro de aquellas fechas puede resultar (quizás) tan sorprendente como querer sostener que el nacionalismo, con el carácter que hoy le concedemos, es detectable históricamente aún antes de que el Estado moderno y las condiciones económicas que lo impulsaran fueran una realidad. Más allá de que se presente a sí mismo como una fuerza antigua, oculta y aletargada,[3] cualquiera podría explicar que no es así. Que aprovecha, en todo caso, el capital simbólico heredado culturalmente -y que cuando no lo tiene de alguna manera lo produce-, pero colocándolo en un contexto donde su función y significado son completamente distintos.[4] En América Latina, países como México, Perú y Bolivia han echado mano una y otra vez a su pasado indígena para emblematizar proyectos sociales, pero en orden a marcos políticos que no podían acreditar más que siglo y medio de existencia y que curiosamente y en muchos casos dejaban fuera a sus propios referentes. Esto ha sido, sin embargo -y posiblemente hay que entenderlo así-, una forma de reafirmar la legitimidad del propio Estado. Su derecho histórico a existir como tal. Después de todo, no es lo mismo exhibir una centuria que varios siglos; y más cuando poseen el valor agregado de contenidos étnicos y sociales cuyos significados siempre pueden ser actualizados. En otras palabras, la nación es un hecho político, pero el nacionalismo, además, es un hecho ideológico. La sospecha que cabe respecto a la globalización es que estemos en el mismo caso. A pesar de ser el fenómeno económico con mayor sombra política de los últimos tiempos su fragua, quizás, no es completa. Necesita apropiarse entonces de ciertos elementos representacionales que le concedan masividad absoluta permitiéndole, entonces, enfrentar con ventajas a cualquier otra instancia que en realidad sí sea previa. Modificar las cosas no sólo en el terreno de lo material, como está ocurriendo, sino también simbólicamente. El hipercapital -para utilizar la expresión de Galibert- produce sus propias imágenes, pero para que estas imágenes sean consumidas debe, consecuentemente, generar un determinado «imaginario» sobre él y sus alternativas. Situarlas dentro de una topología donde el modelo hegemónico que se propone sea aceptado como el único y verdadero ámbito de discusión no sólo de la propia situación sino también de la de los demás.

Para entenderlo bien, no se trata de negar la historia. No se trata tampoco de dejar de reconocer que la globalización está inmersa en toda una serie de procesos que se encuentran encadenados unos con otros, sino de plantear que probablemente las relaciones filiatorias establecidas hayan sufrido alguna resignificación gramaticalmente importante. Los motivos por los que esto ocurre pueden ser dejados de lado de momento, pero lo que sí es interesante es que no sean desconocidos como mecanismos ideológicos. La esencia de toda ideología es reflejar las divisiones del cuerpo social pero de manera absolutamente distorsionada. Hacer pasar la parte por el todo. Lograr que la visión de un grupo o una serie de estamentos se proyecte «clientelistamente» más allá de sus propias fronteras. Que el sistema de ideas de estas manifestaciones parciales no sirva simplemente como una pauta de orientación interna, sino además que permita interpretar la naturaleza empírica de su situación, de los procesos por los que ha llegado a ese estado y de las relaciones que debe mantener con aquello que reconoce como distinto. Proveer, en suma, un universo de significados que convengan en substanciar y legitimar el sentido dominante de los procesos materiales en marcha.

Segunda parte: Sobre los orígenes probables de una ideología reciente.

Si se acepta por un instante que la globalización tiene una historia más reciente de lo que en realidad pretende y que esto se explica porque además de ser un fenómeno económico y político lo es también ideológico, se abre la puerta para el tratamiento de otras dos cuestiones: cuales son los orígenes reales de esta ideología y qué tipo de transformación está acompañando.

Antes habíamos dicho que las condiciones que hicieron posible la globalización no estuvieron dadas hasta la posguerra, pero quizás sea más preciso expresar que no estuvieron dadas sino hasta el momento en que terminaron de tejerse toda una serie de relaciones que antes que causal habría que considerar estructuralmente. No se trata tanto de fijar en que años ocurrieron o comenzaron a ocurrir las cosas sino de como se irían entrelazando entre sí hasta llegar ese punto en que la profunda transformación de algunas no pudo sino repercutir en el resto dando al todo un carácter diferencial.

Las listas serían siempre incompletas, pero a modo de esbozo creemos que habría que prestar atención básicamente a una serie de sucesos que podrían comenzar describiéndose como agrupables en cinco dimensiones. Y no por una razón discrecional, sino porque siempre es más atinado prestar atención a aquellos cambios que diversos estudios ya han demostrado son significativos. Estas cinco dimensiones son (o en principio podrían ser) las siguientes:[5]

  1. El cambio o la transformación de una economía fundamentalmente orientada a la producción de bienes a una economía fundamentalmente orientada a la producción de servicios. Es decir, de la producción de bienes materiales a la producción de bienes no materiales; como pueden ser la información, la tecnología y las prestaciones. La población económicamente activa comienza a ocuparse más del refinamiento en los modos de producción que de la producción misma. El trabajo en oficinas, consultoras, escuelas, turismo, el mundo de las finanzas, clínicas y supermercados representa numéricamente más que lo que podemos encontrar en la actividad agropecuaria o en las cadenas de montaje. En los países más desarrollados esto puede llegar a implicar que hasta dos tercios de la población económicamente activa esté directa o indirectamente afectada al sector terciario.
  2. Una modificación substancial no sólo en la distribución ocupacional, sino también en las formas y condiciones laborales. Aún para tareas que en principio no requieran demasiadas destrezas comienzan a exigirse cada vez mayores niveles de preparación. Las tasas de crecimiento de los grupos técnicos y profesionales ascienden más rápidamente que la correspondiente a la de mano de obra no calificada o poco calificada. La competencia por la consecución de medios de vida se intensifica y esto repercute directamente sobre el nivel de las remuneraciones promedio y sobre las condiciones en que el trabajador acepta realizar sus tareas.
  3. La incidencia cada vez mayor de la tecnología como factor de cambio y de control dentro de la sociedad. A partir de los cincuenta, los avances tecnológicos son cada vez más vertiginosos; lo cual trae aparejado consecuencias muy diversas. En lo que hace al sector industrial, permite mantener altos índices de producción durante más tiempo y sin necesidad de distraer recursos en la contratación de más mano de obra. Sin embargo, lo importante es tener en cuenta no simplemente los beneficios para la producción, sino en todo caso el hecho sociológicamente más importante de que las nuevas tecnologías transformarán radicalmente la vida de las personas. No es posible, por supuesto, hacer referencia a todas las transformaciones pero tres merecen destacarse en especial por sobre el resto: el perfeccionamiento de las comunicaciones, que redujo cualquier distancia en el planeta a «tiempo cero» y sin el cual el mundo financiero del presente con su veloz intercambio de papeles no sería más que una utopía; el significado de los mass media como creadores de imágenes, consumo y opiniones; y la revolución informática, que habiendo pasado del personal computer al cyberspace en no más de quince años implicó corporativamente el mayor manejo de información para la toma de decisiones que nunca existió. Con ellos, y por primera vez, el planteo no se traduce en «espacios de control geográfico», como en los antiguos imperios o en las zonas de activo intercambio comercial de los siglos XVIII y XIX, sino en verdaderos «espacios de control virtual».[6] Su conjunción creó una trama de comunidades invisibles con reglas propias cuyos efectos sobre la sociedad real son ya un hecho. Como nunca antes el mundo «es» como se nos representa. Pero estas representaciones resultantes de las neotecnologías -esta forma de concebir las cosas- no reflejan cualquier proyecto social sino, específica y obviamente, aquel que translucen las formas económicas que las soportan y desarrollan.
  4. La forma en que tiende a perfilarse el control mundial de los mercados. La tendencia a los oligopolios era ya prácticamente un hecho hacia inicios de siglo, pero el nacimiento de nuevos grupos económicos, así como las grandes expansiones y adquisiciones no cobrarían verdadera envergadura sino hasta después de la guerra del treinta y nueve. A partir de los años sesenta, setenta y ochenta, los activos invertidos comienzan a concentrarse rápidamente y a su paso a generarse situaciones en las cuales un altísimo porcentaje de los totales facturados fuera de un país no corresponden ya a exportaciones sino al intrafirm-trade. Los cálculos más conservadores estiman hoy que bastante más de un tercio del intercambio internacional no responde ya al mercado libre -como curiosamente se sostiene- sino al comercio interempresarial. Las grandes transnacionales dejan de ser meros exportadores para convertirse entonces en una infraestructura global de producción y distribución con sus propias necesidades en torno al carácter de las estructuras políticas y sociales.
  5. El ascenso de una nueva forma de «intelligentsia». Parte de todos estos cambios es la incidencia cada vez mayor de la planificación. Del análisis de la realidad como una complejidad organizada donde la toma de decisiones va a tener un pié, por un lado, en la disponibilidad de información que la tecnología permita pero, por otro, en equipos de técnicos y analistas que chequean permanentemente el estado del sistema desde el punto de vista de la relación existente entre costos y beneficios, ventajas comparadas, situación de los mercados, conveniencia de ciertos marcos jurídicos para la producción, conveniencia de ciertas políticas sociales, etc., etc.

 Seguramente podrían mencionarse otras, pero estas parecen ser las principales en orden a las tendencias actuales. La primera prueba de que la globalización tenga quizás un estado incipiente es que estos cambios son realmente recientes y no responden exactamente a los mecanismos que habían caracterizado al capitalismo en sus formas clásicas. Lo cual no impide, por supuesto, que comience a imaginarse en la medida de sus propias necesidades.

Tercera parte: La globalización como paradoja de los Estados nacionales.

En uno de sus libros más recientes,[7] Hobsbawm afirma que si después de un cataclismo alguien se preguntara qué pasó, después de leer entre otros a Bagehot, seguramente sacaría la conclusión de que los últimos dos siglos de historia humana serían incomprensibles sin el concepto de nación. E indefectiblemente tendría razón, pero también se daría cuenta de que «la construcción de las naciones» dependió en mucho de que las sociedades que lo adoptaban como un proyecto político también lo hubieren adoptado, en algún momento, como la representación de un modo de convivencia deseable. La invención de la Argentina, de Shumway, puede ilustrar un poco lo que con esto queremos decir. Como se recordará, Shumway plantea que tras su independencia el país debió forjar rápidamente su identidad nacional. Sitúa este proceso entre 1808 y 1880 aproximadamente y otorga un papel protagónico a una serie de figuras tan diversas como controvertidas cuyas “ficciones orientadoras” -una figura conceptual a medio camino entre la utopía y la ideología-[8] proyectaron no otra cosa que una determinada comunidad imaginada. Esos hombres se representaban la sociedad dentro de proyectos que, en algunos casos, no podían dejar de relacionarse con los grandes cambios que desde la segunda mitad del siglo XVIII se habían venido produciendo y que, también a su vez, habían generado una serie determinada de referentes simbólicos. De elementos a través de los cuales condensar sus propias ideas y pareceres.

Hoy en día las identidades siguen organizándose en torno a ideas y símbolos nacionales, pero los nuevos mundos virtuales los hacen competir ahora con nuevas ficciones orientadoras. Comunidades imaginadas que tienen que ver con una nueva realidad material que pugna por su lugar con tanta fuerza como en su momento aquella que promovió la idea de nación. Con el apoyo de los nuevos medios hoy disponibles, muchos comienzan a percibir que sus preguntas se contestan más en el consumo privado y en las imágenes provistas desde los medios masivos que en las formas clásicas de participación social;[9] y esto, probablemente, merezca leerse como el síntoma indiciario de que las nuevas situaciones buscan también su lugar. De algún modo, las condiciones ya están aquí. Por de pronto, y al menos en parte, la globalización ha logrado que los distintos países discutan su situación particular no desde cualquier parámetro sino desde los marcos de referencia que ella misma impone. Una de las instancias parte entonces no simplemente con una desventaja en los hechos sino, además, con un bagaje representacional sumamente depreciado. De haber definido sus propias imágenes, pasa ahora a aceptar las imágenes definidas por otro. Del Estado como generador y resguardo de una determinada forma de convivencia social al Estado como administrador ineficiente con todas las consecuencias sociales que esto trae o puede traer aparejado.

Al hacer este tipo de comparaciones las conclusiones que se pueden sacar son varias, pero la intención fundamental no es en sí abrir juicios valorativos sino más bien señalar que tal comparación puede ser en general muy útil como herramienta metodológica. Los procesos ideológicos implicados en las construcciones nacionales son probablemente mejor conocidos que aquellos que actúan hoy, y en este sentido mucho podrían enseñar. Cuando las naciones «se construyeron» durante el siglo XIX también rediseñaron el panorama que encontraban. Bien conocida, por ejemplo, es la carta del general Sherman donde afirma que, según sus cálculos, “… había en 1862 más o menos 9 millones y medio de bisontes en las planicies comprendidas entre Missouri y las Montañas Rocosas. Todos han desaparecido, muertos por su carne, su cuero y sus huesos. (…) Por esta misma fecha había unos 165.000 Pawnees, Sioux, Cheyennes, Kiowas y Apaches cuya alimentación anual dependía de esos bisontes. Ellos también han partido y han sido reemplazados por el doble o triple de hombres y mujeres de raza blanca, que han hecho de esta tierra un vergel y que pueden ser censados, pagar sus impuestos y ser gobernados según las leyes de la naturaleza y la civilización. Este cambio ha sido saludable y se llevará a cabo hasta el fin.”[10]

La globalización también entiende que sus cambios son «saludables» y, como en el caso de la cita, el punto fundamental a considerar es que cualquier formación económica no puede resumirse en lo que en abstracto es como sistema, sino que necesita una base material real. Un determinado diseño de funcionamiento social. La cuestión a discutir aquí -como decíamos en un principio- es cuán avanzado está ese diseño. Un poco a contra pelo de la imagen que pueden dejar obras como la de Bagehot, nos atreveríamos a afirmar que también el siglo XX ha sido un siglo de construcciones nacionales. El fin del colonialismo y el surgimiento de lo que temporalmente se llamó “el Tercer Mundo” es un fenómeno en este sentido interesante.[11] En algunos casos supuso la generación de ficciones orientadoras que bien por el camino de lo que Ribeiro llamó aceleración evolutiva, bien por el que calificó como actualización histórica, no hicieron sino promover ideológicamente el paso necesario hacia una sociedad y Estado modernos que en términos materiales ya estaba en marcha. En otros en cambio, como algunos países del mundo islámico, y a la sazón podrían servir como ejemplos contrapuestos Marruecos e Indonesia, las identidades se elaboraron empleando estrategias que podían ir desde una ortodoxia religiosa rayante en el fundamentalismo hasta una aplicación muy flexible y pragmática que compatibilizara el Corán con la realidad política.[12]

Sin entender este contexto difícil es entender también cual fue, en cada uno de estos casos, el contacto entre una determinada realidad donde se buscaban elementos de definición propios y aquellos que sólo unas décadas después aparecieron bajo la forma de una mundialización de los mercados. Hasta los años sesenta por lo menos, las sociedades tradicionales de Africa, Asia y América Latina compartían un problema común: la necesidad de transformar una economía generalmente campesina en una economía manufacturera moderna, pero con independencia política y sin los altos costos sociales de las experiencias socialistas del primer tercio del siglo. Tal transformación, en la mayoría de los casos, no prosperó; o, por lo menos, no por los carriles que se había pensado, pero la universalización de los mercados sí hizo diferencia entre aquellos proyectos que recién se estaban gestando, como los africanos, y esos otros que, como los latinoamericanos, podían exhibir ya su organización como algo histórico. Entre aquellos que se encolumnaron tras una modernización de tipo industrialista con fuertes protecciones a la producción local y los que los hicieron, más bien, sobre una amplia base de capitalización social soportada por el Estado. Todos estos proyectos supusieron «modelos» y vieron como una necesidad su materialización a través de reformas profundas que abarcaran desde los aspectos infraestructurales hasta las condiciones bajo las cuales el sistema mismo buscaría su reproducción. El punto es comprender que si hasta hace treinta años todavía había ficciones orientadoras tendientes a la búsqueda de identidades nacionales poco probable es pensar que la globalización los impulsara; antes bien la cuestión era otra. El Tercer Mundo buscaba caracterizarse como una propuesta de sociabilidad distinta a la de las dos grandes ideologías en ese momento en pugna. Sus respuestas más frecuentes fueron el populismo, el unipartidismo y formas muy peculiares de socialismo nacionalizante, pero en ningún caso la idea del Estado que hoy se propugna desde los grandes organismos económicos internacionales. Lo que en todo caso sí es cierto, y después de todo resulta una contradicción del destino, es que todos estos esfuerzos tendientes a organizar una población de hombres y mujeres para que puedan ser censados, pagar sus impuestos y ser gobernados creara a su vez las condiciones necesarias sin las cuales el asentamiento y la legitimación del nuevo orden habría sido -realmente- imposible.

Cuarta parte: Los conflictos de la globalización.

¿Esto significa que los Estados nacionales tenderán a desaparecer? Probablemente no -después de todo lo que han estado apareciendo en el mundo desde 1991 son, justamente, nuevos Estados-, pero sí al menos muchos modificarán su carácter reconociendo por encima de sí a instancias políticas cuya base fundamental serán intereses antes que nada económicos. Ejemplos ya existen y son bien conocidos.

Lo que ocurre en todo caso es que hay que comprender que el terreno fértil para la globalización es el orden. Aquellos lugares en que el monopolio legítimo de la fuerza[13] está cimentado en un aparato institucional medianamente maduro y estable. Si esto no existe o por alguna circunstancia se ha fracturado inmediatamente se plantea un obstáculo. La orientación de las cinco dimensiones a las que hacíamos referencia necesitan de marcos jurídicos que se constituyan en el punto de inflexión o en el punto de articulación entre ellas y la sociedad.

Para muchos, la desaparición de ciertos países de la Europa oriental (y más allá) significó la derrota definitiva del socialismo y el reconocimiento, al mismo tiempo, de las virtudes inigualables del mercado. Sin embargo, quizás sea interesante observar que cuando no estuvo presto un nuevo sistema para reemplazar convenientemente al anterior la cosa inmediatamente devino en conflictos. No hay que pensar exactamente en la reunificación alemana, pero sí quizás en las repúblicas que, como Chechenia, plantearon su independencia de Rusia tras la disolución de la Unión Soviética. O, más claramente, en el caso de Yugoeslavia.

Cuando Bosnia declaró su independencia de la ex-Yugoeslavia en abril de 1992, los rebeldes serbios iniciaron una guerra que se extendería hasta l995. Al momento de iniciarse las hostilidades, Bosnia-Herzegovina estaba compuesta por un 44% de musulmanes, un 31% de serbios, un 17% de croatas y una serie de parcialidades menores sin ninguna representación política. La muerte de Tito en 1980 y la paulatina retirada del poder de la Liga Comunista de Yugoeslavia (lcy), pareció propiciar una forma de nacionalismo que encauzó sus conflictos de acuerdo a la particular composición étnico-religiosa de cada una las antiguas repúblicas de la Federación: Serbia, dos provincias autónomas ligadas a Serbia (Kossovo y Vojvodina), Croacia, Eslovenia, Bosnia-Herzegovina, Montenegro y Macedonia. En algunas la mayoría era musulmana, pero en otras, como en Serbia y Montenegro, cristianos ortodoxos. O, como en Croacia, católicos. Todo esto había estado controlado por el antiguo Estado que, como todo Estado, no admitía diferencias. Mientras existió, tenía y se le reconocía el monopolio legítimo de la fuerza. Su desaparición, antes que significar un reconocimiento a las economías occidentales, significó más bien destapar una caja de Pandora. Nadie se atrevería a afirmar que la globalización haya llegado plena a estos lugares.

Tampoco, por ejemplo, a Afganistán. Después de derribar al gobierno pro-soviético en 1992, facciones musulmanas rivales iniciaron una escalada armada con el único objetivo de controlar el poder en modo absoluto. Se calcula que durante los primeros años de conflicto murieron dos millones de personas y que otras seis se refugiaron más allá de sus fronteras. Cuando un plan de pacificación parecía una alternativa viable la milicia Taleban propulsó con una fuerza inesperada la vuelta a un fundamentalismo radical como única forma de convivencia posible. Como en el caso anterior, nadie podría decir en este que la globalización está allí. No sólo no hay orden, sino que probablemente y en términos comparados la situación general del país quizás no sea apta -al menos por el momento- para las transformaciones requeridas. Quizás también por eso hutus y tutsis sigan desangrándose en Ruanda y Burundi. Para el antiguo capitalismo el retraso periférico podía llegar a ser -en cierta forma- hasta una ventaja. Para el actual, en cambio, es necesaria mayor masa crítica. Gobernabilidad que institucionalmente no pueda ser puesta en duda, por un lado, y ciertas características de infraestructura social, por otro.

Si uno se fija bien, la palabra «conflicto» incluso está cambiando. No es cuestión de pretender que se mantenga inmutable semánticamente, pero es interesante seguirla en este sentido. Entre 1914 y 1945 era sinónimo de conflagraciones de cierta envergadura. Sobre todo, si tenían como escenario a Europa o de algún modo afectaban o implicaban a aquellas naciones que desde el siglo anterior se reconocían como grandes potencias. A partir de 1945 en cambio o más precisamente a partir de la guerra de Corea, significó más bien “guerras localizadas”. Hablar de conflictos era hablar de cuestiones como Vietnam o Angola. Sin embargo, desde que la Unión Soviética se desintegró ni siquiera este es el caso. Es más, se ha comenzado a desarrollar la tesis de que el peligro ahora está adentro.[14] Se parte del hecho de que las características básicas de las guerras anteriores ya no existe y que si hay conflictos estos conflictos serán en todo caso de otro tipo.

Las guerras anteriores -se dice- tenían básicamente dos características. En primer lugar, fueron esencialmente duelos entre naciones o entre combinaciones de naciones militarmente poderosas. En segundo lugar, no simplemente se luchaba por el país, sino que también se luchaba contra de determinada ideología. Lo que se enfrentaban eran Estados nacionales o bloques de naciones con concepciones distintas. La caída de la Unión Soviética, sin embargo, eliminó ambas dejando a la única potencia militarmente sólida en una situación peculiar. Estados Unidos no tiene ningún rival contra el cual poder entablar hoy en día una guerra importante, pero su enorme poderío es inadecuado y de hecho insuficiente como para poder cumplir con éxito la función de policía mundial. Los nuevos demonios, el fundamentalismo religioso y el nacionalismo xenófobo actúan a un nivel distinto. Durante algún tiempo intentó presentárselos como los sustitutos modernos del antiguo peligro, pero en términos concretos son verdaderamente otra cosa. No representan un orden contra otro orden sino estados anárquicos. Son realmente el resultado de los vacíos producidos tras la retirada de la guerra fría. De algún modo el mundo se encuentra nuevamente fracturado, pero ya no entre oriente y occidente. No hay, quizás, un lugar exacto. Lo desesperante es que puede estar aquí o allá. Si la globalización es en cierta forma una realidad virtual su antípoda no lo es menos.

El último intento por tratar de dar substancia a la diferencia colocándola donde no podía estar fue la guerra del Golfo; sin embargo, desde un principio quedaron claras ciertas cosas. Para comenzar, que el nacionalismo o el fundamentalismo religioso difícilmente puedan ser causa de una gran conflagración a escala mundial. Aunque intente disfrazársela, la brecha entre los contendientes es demasiado grande. Por otra parte, que en esa situación en particular Irak no era ni siquiera un buen ejemplo. Lo es en todo caso cuando se trata de los kurdos. Pero los nacionalismos que cuentan no buscan enfrentarse al orden económico mundial; buscan enfrentarse a otros nacionalismos. Su peligrosidad estriba no en una ideología económica alternativa sino en su capacidad potencial para desintegrar Estados. Son absolutistas e intolerantes, pero luchan en un universo de significados completamente distinto.

Quinta parte: Imágenes.

Según el criterio del World Priorities un conflicto merece llamarse guerra cuando involucra a uno o más gobiernos y causa más de mil muertes al año. Actualmente las guerras más violentas suceden o han sucedido en Afganistán, Argelia, Azerbaiyán, Armenia, Bosnia-Herzegovina, Burundi, Chechenia, Georgia, Yemen, Ruanda, Somalia y Tayikiztán. En Ruanda, Burundi y Somalia los choques se dan entre grupos étnicos o clanes rivales. En el resto, nacionalismos de distinto color y formas también diversas. Son estos conflictos los que ocupan ahora las primeras planas. Las guerras siempre han sido noticia, pero su significado -como hemos visto- ya no es el mismo.

Incluso el impacto que provocan sus imágenes también es distinto. A través de noticieros y periódicos no simplemente nos informamos, en cierta forma agradecemos no estar allí. Quizás no es tan importante aquello que se muestra como aquello que se connota. La globalización no está en esos lugares, pero nos hace conocer bien esas regiones. Una y otra vez, todos los días y a toda hora las imágenes van y vienen constituyendo sistemas de valores y equivalencias. Al lado de las noticias de la bolsa, al lado del Dow Jones o del índice Nikkei, la última masacre en el Nagorno-Karabaj. La globalización acumula no simplemente imágenes sobre sí misma, sino que también nos presenta la otra realidad. Esa otra realidad no es su competidora, pero sí deja en claro que la anarquía es lo contrario del orden.[15]

Durante el siglo XIX -y también durante el siglo XX- la formación de los Estados nacionales supo aprovechar lo que tenía a sus espaldas: la historia. Hoy en día la globalización vuelve a hacerlo, pero para hablar sobre sí misma y para darnos a elegir entre Brazil o el Desierto de los tártaros.

Salta, diciembre de 1996

Notas

[1] Este trabajo fue originalmente redactado para el Curso de Posgrado “Globalización vs. nacionalismos y regionalismos” dictado en 1996 por el Dr. Jean Piel de la Universidsad de París VII.

[2] Se hace referencia aquí a la excelente “Introducción” de la obra de Eric Wolf Europa y la gente sin historia (p. 15 y ss.)

[3] Gellner, 1991.

[4] Sobre el tema de como “capitalizar” la historia hemos seguido básicamente a Anderson, 1993.

[5] La consideración de estas cinco dimensiones está parcialmente inspirada en Augé, 1995; Baudrillard, 1993; Bell, 1976; Harris, 1992; Chomsky y Dieterich, 1996; Galibert, 1996; García Canclini, 1996 y Rifkin, 1996.

[6] No se trata ya de dónde estemos, sino de cómo figuramos en un mar inagotable de bases de datos, comunicaciones sin fronteras y formas «suaves» e inadvertidas de control social.

[7] Hobsbawm, 1995a.

[8] Es interesante comparar en concepto de “ficción orientadora” con los de “ideología” y “utopía” tal y como fueron desarrollados por Mannheim en 1936.

[9] García Canclini, op. cit.

[10] Clastres, 1981 (p. 64).

[11] Véase p. e.: Worsley, 1974.

[12] Sobre este tema es interesante consultar Geertz, 1994.

[13] En el sentido weberiano de la expresión.

[14] Hobsbawm, 1995b. Los párrafos que siguen toman algunos argumentos de esta tesis.

[15] Tal «imágen», sin embargo, no deja de tener sus contradicciones, ya que el sistema produce también sus propias exclusiones y con ellas conflictos. La idea de Hobsbawm de que el peligro ahora está adentro podría entenderse, también, así.

BIBLIOGRAFÍA

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Universidad Nacional de Salta