Historia de la escritura en la escritura de la historia

                                                                                     Prof. Amalia Carrique

La separación entre el pasado el presente y el futuro no tiene más sig nificado que el de una ilusión, aunque tenaz”.
Albert Einstein
(Carta del 21 de marzo de 1955, cuatro semanas antes de su muerte).

Mi trabajo se iniciará con una serie de preguntas que quiero compartir con ustedes. ¿Cuál es el deseo que sostiene la producción de las llamadas novelas “históricas” Qué pulsión lleva al escritor a mirar obsesivamente hacia un supuesto pasado que, de todos modos, permanecerá fuera de su alcance, inasible y misterioso? Me pregunto por la necesidad de consultar documentos y textos de historiografía si estamos en el ámbito de lo verosímil, donde la problemática de lo verdadero y de lo falso  no  interesa,  donde  nos  preocupa  la  correspondencia  con  un referente. Pero ¿documetarse no es pecar de referencia? ¿No estaríamos frente a una búsqueda de legitimación, de que un discurso autorice a otro? El efecto  de verosimiltud  descansaría  sobre la relación  de semejanza entre un discurso (el literario) con otro (el histórico) que tendría un msyor grado de semejanza con lo real, con lo verdadero.

A pesar de que el discurso histórico produce un efecto de verdad de alcances tan discutibles como puede serlo el de la novela “histórica”, está, sin embargo, sostenido por el poder de las instituciones que lo generan, y por el consenso, aquello que la gente cree que es lo verdadero. Como diría Julia Kristeva, lo que interesa aquí es la relación con un discurso en el que el “similar-ser-una-verdad-objetiva” es reconocido, admitido, institucionalizado (1). Es como si el discurso de la novela se contaminara, valga la metáfora, con esa verdad que ella por sí sola no puede ni quiere alcanzar. Por lo tanto, lo verosímil estaría en una zona de ambigüedad, de indeterminación entre el saber y el no saber, en donde la verdad funciona como algo no dicho, no explicitado, pero presente como una huella. De todo esto, lo que a nosotros nos interesa es que aún sigue funcionando una exigencia de relato, de unidad, de imagen fuertemente estructurada. Nos es menester aferrarnos a la narración y a sus estrategias, usadas para sosegar, mentir, cautivar y resguardar secretos. Al parecer todavía necesitamos apropiarnos de las cosas y de los hombres, mediante la representación que objetiva y domina. Necesitamos afirmarnos mediante la mirada, y cuando esto sucede, el cuerpo pierde su materialidad, se convierte en imagen. Como todo arte, la novela “histórica” produce imágenes, sustitutos. Creo que aquí cabe preguntarse, por todo lo que nos implica, ¿sustitutos de qué? ¿qué falta está velando?  ¿qué cuerpo  se hurta?  No es difícil  encontrar  una respuesta: con la representación se oculta el cuerpo de la escritura, el de la productividad. La escritura, en estos casos, no hace más que vehiculizar un significado exterior y anterior a la materia. Significado que, en un primer momento, separa, ordena, claifica, abstrae, para luego volver a unir. La palabra como Verbo, el Logos que penetra la materia y la ilumina haciéndola transparente y tranquilizadora. ¿Cómo negarse a esta seducción?

Para que la productividad pueda leerse, para que la escritura recobre su opacidad (que por otra parte nunca perdió), se debe proponer un discurso abierto, que valga como una búsqueda, un hacerse y deshacerse simultáneo, un movimiemto de afirmación-negación, en fin, fragmentos en constante circulación. Y esto es lo que propone, a mi juicio, la novela de Andrés Rivera, La revolución es un sueño eterno. El texto se nos ofrece como un salto al vacío; tejido verbal a recorrerse sin garantías, sin objetivos, pues el relato se ha diluído entre las palabras que se agotan en su pura productividad. Se recrea una nueva mímesis en la que la escritura remeda su propio hacer, sus titubeos, sus arrepentimientos, sus marchas y contramarchas. Se muestra como un objeto de estudio significativo:

“Voy a morir, escribe Castelli. Trago una cucharada de dulce de leche, escribr Castelli con la mano que alzó la cuchara cargada con dulce de leche. Y Castelli lee, en una letra apretada y firme, que traga, todavía, una cucharada de dulce de leche. Y que va a morir. Si Dios así lo dispone, escribe Castelli. Eso es lo que Castelli lee, en una escritura apretada y firme. ¿Y qué más lee Castelli en esa escritura apretada y firme, detrás de esa escritura apretada y firme, en los silen- cios de esa escritura apretada y firme” (2)

Este encadenamiento anafórico de frases, la repetición obsesiva, permite a la producción un desplazamiento dentro de la diferencia semántica implicada en dicha repetición. Las frases reiteradas y los espacios en blanco generan, en la novela, un ritmo que conforma, al mismo tiempo,  un volumen  espeso,  un cuerpo  estigmatizado.  Cuerpo-lengua corroída por el cáncer y el dolor, que se lee, sobre todo en sus silencios, en su agonía. Cuerpo marcado, penetrado, inseminado por otros cuerpos textuales, por otras escrituras que mutuamente se deforman y contaminan; esto lleva necesariamente a una doble lectura: las citas que se insertan, evocan sin quererlo, a su texto de origen, pero integrado en su nuevo conjunto, lo niega como distinto. Negar y afirmar el discurso historiográfico del que se sirve (no se elimina totalmente su alteridad pues se usan bastardillas) es una hábil estrategia para rechazar la fantasía de la representación e invertir la verdad que el otro que el otro discurso postula. Escritura invaginada (que admite la escritura del otro y el poder del otro), bisexual, pues discute el falogocentrismo, que niega la autoridad del Padre, la idea del progreso y viola la propiedad privada en todos los órdenes. Al interesarse por lo que el discurso historigráfico marginó, ecxluyó (la escritura, la productividad) no ofrece, como podría suponerse otra verdad sustitutiva, sino que usa la noción de verdad para mostrar que es un invento ideológico, un artificio vacío, que puede muy bien invertirse, sustituirse, borrarse. Exhibe impúdicamente los resortes del poder, que impone ciertas verdades como naturales e indiscutibles. Como afirma Julia Kristeva, la verdad de la práctica de la escritura es indemostrable, inverificable, consiste únicamente en el cumplimiento del gesto productor. Y en el accionar de ese gesto se cumple la inversión, la sustitución, la borradura. Es sólo un espacio en el que se van instaurando las reglas, en la medida en que el texto se constituye. Y esto no tiene nada de extraño, pues en el ámbito del arte, que es el de la litaratura, los signos juegan contra la ley (dicen lo que no se dice en el circuito de la comunicación), es, por antonomasia, el lugar de la transgresión.

La desconstrucción que así se opera en el textp de Rivera es total; aparece como un campo roturado en el que luchan dos tendencias; por un lado, ofrece la productividad del texto, negando así la representación, pero coevo a ello, verosimiliza, imita dicha práctica escrituraria. Juan José Castelli escribe, se escribe, y nos escribe, implicándonos en un movimiento envolvente y perturbador que no podemos ni queremos rechazar. Ficción que se muestra como un saber, pero como un saber transitorio, conjetural, del que debemos dudar.

Y aquí se hace necesario volver a nuestra pregunta inicial: ¿qué deseo sostiene la producción de estas novelas llamadas “históricas”? No olvidemos que la escritura es el espacio-tiempo donde anida el deseo. La escritura de la novela no desea, como el discurso histórico, investigar, comprender y justificar, desde distintas perspectivas, los elementos humanos ya acaecidos, sino la gratitud de este acto preñado de imposibilidad. La historia como un objeto de deseo constantemente diferido. Cuando creemos acceder al pasado sólo estamos armando imágenes que hablan de nuestro presente. En este sentido, el tiempo es también algo ilusorio, un efecto de lenguaje. La escritura de la novela “históri- ca” construye siempre un presente, pero con las huellas del pasado y del futuro en una síntesis que es a la vez espaciamiento (espacio del tiempo) y  temporización  (tiempo  del  espacio)  (3).  Este  presente-síntesis involucra nuestro cuerpo, nuestra historia personal y la de nuestro país. En este espacio, en este cuerpo, se está grabando una historia de la escritura que es la escritura de nuestra historia y cuya lectura implica poner el cuerpo sin resguardos para llegar a ella. Espacio semiótico donde aparece inscripta la herida del otro, el dolor del otro, que el discurso histórico puso al margen de la historia (4). Donde se escribe el deseo de recuperar lo perdido o lo nunca poseído: el erotismo, el placer, la libertad. En vez de dar cuenta de lo existente ofrece una “filosofía de lo existible” (5), donde la revolución no es un sueño eterno sino un sueño posible.

NOTAS

(1) Kristeva, Julia, “La productividad llamada texto”, en Lo verosimil. Comunicaciones. Bs. As.: Tiempo contemporáneo. 1970

(2) Rivera, Andrés. La revolución es un sueño eterno. Bs. As.: G.E.L. 1987. (p.44).

(3) Dice Derrida: “La differance es lo que hace que el movimien to de la significación sólo sea posible cuando cada elemento llamado “presente” apareciendo en la escena de la presencia, se relacione con otra cosa que no sea él mismo, guardando en sí la señal del elemento pasado y dejándose vaciar por la señal de su relación con el elemento futuro, puesto que el trazo no se relaciona menos con lo que llamamos futuro que con lo que llamamos pasado, y constituyendo lo que llamamos presente, mediante esta misma relación con lo que no es él mismo, , con lo que es completamente diferente a él, es de cir, ni siquiera un pasado o un futuro como presente modificados… Este intervalo que se constituye, que se divide dinámicamente, es lo que podemos llamar espaciamiento, convertirse en espacio del tiempo o en tiempo del espacio (temporización). Y a esta constitución del presente como sintésis “originaria” e irreductiblemente no-simple, o sea en sentido estricto: no-originaria, de trazos, de retencio- nes… yo podría llamarla arqui-escritura, arqui-trazo o differances. Esta (es) (a la vez) espaciamiento y temporización”, en Varios, Teoría de conjunto. Barcelona: Seix Barral, 1971. (p.61).

(4) Hago mío lo que Culler dice a propósito de Derrida: “Este centrarse en lo que aparentemente marginal pone en acción la lógica de la suplementariedad como estrategia interpretati va: lo que se ha relegado a un margen o dejado de lado por interprétes anteriores puede ser importante precisamente por esas razones que lo marginaron… La interpretación se apoya generalmente en distinciones entre lo central y lo marginal, lo esencial y lo no esencial; interpretar es descubrir lo que es central en un texto o en un grupo de textos.. Pero, por otro lado, esa inversión, al atribuir importancia a lo marginal, es conducida normalmente de tal forma que no lleve solamente a la identificación de un nuevo centro… sino a una subversión de las distinciones entre lo esencial y lo no esencial, lo anterior y lo exterior. ¿Qué es un centro si lo marginal se puede centrar?” en Culler, Jonathan, Sobre la deconstrucción. Madrid: Cátedra, 1982 (p. 125).

(5) Campa, Ricardo, La escritura y la etimología del mundo. Buenos Aires: Sudamericana, 1989.

Universidad Nacional de Salta